Instituciones intoxicantes

Instituciones intoxicantes

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Intoxicating institutions

Martín Sebastián Fuster[1] (Buenos Aires, Argentina)

Resumen: No podemos negar un contrapunto. Existe. En él situamos la penalización del adicto, como consumidor de sustancias ilegales, en un extremo. En otro, un empuje a la liberación del consumo. Esta disonancia intenta dejar por fuera una opción, que el psicoanálisis y en particular los psicoanalistas lacanianos rescatamos de este aturdimiento. En tiempo de imágenes que intoxican también las instituciones lo pueden hacer. La persona es tomada, en efecto, por un otro que hostiga. El analista está alí, para insistir por la palabra. No claudicar en la extracción siempre de un significante más. Como dice Miller, analizar al parlêtre es lo que ya hacemos, pero tenemos que aprender a saber decirlo. También, referente a quien habita el silencio de las drogas…
Palabras claves: instituciones, intoxicantes, drogas, posición del analista ante las drogas, parlêtre, aturdimiento.
Abstract: We can not deny there is a counterpoint. On one hand we place the penalization of the addict, as a consumer of illegal substances. On the other hand, a push to free oneself from the addiction. This dissonance attempts to leave out a third option, that psychoanalysis, and lacanian psychoanalysts in particular, rescue from the daze. In times of intoxicating images, also institutions can amount to the same effect. The person is taken, in fact, by the other who harasses him.
The analyst is there to insist through words, not to falter in the perpetual extraction of one more signifier. As Miller once said: to analyze the parlêtre, that’s what we already do, but we must learn how to say it. Also in relation to them who inhabit the silence of drugs…
Key words: institutions, intoxicating, drugs, psychoanalyst’s position in relation to drugs, parlêtre, daze

“En el silencio previo del consultorio,

ese preámbulo incluso de cada sesión,

descansa a la espera del deseo del analista,

esa perturbación necesaria

para acceder a lo que no sabe que sabe el sujeto”.

M.F.

Las palabras, aquellos significantes. Una palabra en el inicio me impulsa a escribir, impulsa mi relato. La sesión analítica, aquella que persiste como apuesta del psicoanalista hacia la emergencia del parlêtre, no deja por fuera al sujeto toxicómano. Estos años de trabajo por distintas instituciones llamadas a “asistir la problemática de las drogas” movilizaron este intento de plasmar (como en un lienzo) la experiencia del trabajo con sujetos desorientados perdidos en el goce autista del consumo, desde una orientación, la orientación lacaniana.

El sufrimiento que busca calmarse basado en la restricción, y el intento de prácticas sin éxito alguno de domesticar la pulsión, sumado a medidas coercitivas de aplastamiento subjetivo, en un particular y estragante uso y abuso de la subjetividad muchas veces emparentada con los campos de concentración, develaban en nombre de la salud una opción de tratamiento bajo las llamadas “vidas comunitarias”, en las “comunidades terapéuticas”.

Los testimonios de sujetos consumidores que llamados “enfermos” y “adictos manipuladores”, se abandonan muchos de ellos a expiar sus culpas frente al goce de quien se erige como Otro absoluto, que debido a recaídas reiteradas es obligado a cavar pozos y limpiar paredes con cepillos de dientes gastados. Así, se sanciona el goce exigiendo cortar el pasto con tijeras, aquellas que usan los niños en edad escolar.

Ello justifica y justificaba, para quienes promueven y promovían un tratamiento del consumo de sustancias, actos que penalizan la actividad del consumo sobre quienes se encuentran tomados por el goce del tóxico, en una época que impulsa y compulsa a ello, al consumo. La modernidad liquida suele no dar tregua, y los sujetos toxicómanos nos develan ese modo descarnado de hacer con lo real, como contracara mortificados por el Otro (no solo por su superyó), sino por “instituciones del bien” que instan a abandonar las prácticas de goce bajo el imperativo “dejar de consumir”. Al decir de Eric Laurent, mostrando ambas caras del superyó, la que prohíbe pero al mismo tiempo impulsa a gozar. No hay preguntas, sí certezas.

La ineficacia de estas prácticas es visible en el bajo índice de recuperación que estas instituciones promueven, valiéndose de la circunstancia momentánea y cosmética de tranquilizar a familias desorientadas y a pacientes desesperados, impulsando la restricción llamada internación de quien al no ser escuchado en el sentido de su sin sentido, se abandona una vez más al otro institucional que lo aísla bajo la conjetura de recuperar un sujeto social. En estos veinte años de la creación del departamento de toxicomanías y alcoholismo de la Escuela de la Orientación Lacaniana, el psicoanálisis tiene mucho para decir al respecto.

Hay un encuentro con el silencio, el hondo silencio que encarna el consumo. Diré el rechazo de aquello que pueda situarse como un decir verdadero.

Ante la toxicomanía es habitual retroceder, y la respuesta frecuente es la rigidez de quien oportunamente recepciona el sufrimiento de quien se acerca. La familia, ante lo siniestro de lo familiar vuelto extraño –al decir de Sigmund Freud–, demanda al modo médico la extirpación del tumor. Salvarlo, volverlo a la vida, recuperarlo. El paciente, espectador de lo que promueve y esclavo de aquello que promete, demanda y jura ante el amo de turno que escucha. Posición desfavorable para un analista, favorable para instituciones que justifican el encierro de quien padece.

En cierta oportunidad, escuché de un analizante analista quien trabajaba en una comunidad terapéutica, que frente a un adicto con “ganas de consumir” se apelaban a prácticas físicas, al modo cavar un pozo de manera tal que pueda caber él dentro. Como consecuencia, de no reducir este impulso de consumo, encerrarlo en un “cuarto acolchonado” denominado “cuarto de contención”. En él se pasaban largas horas y hasta toda una noche. El relato del profesional concluía refiriendo que al salir el paciente relataba más ganas de consumir que antes, sumado a un resentimiento con las autoridades que lo habían llevado al “cuarto acolchonado”.

Por ello, es importante referir la necesidad de un trabajo y una posición dócil de parte del analista. Docilidad ante quien consulta sin dejar de considerar que quien lo hace se encuentra aferrado a su modalidad de goce. Él atesora un modo de velar lo real que busca desconocer la relación sexual que no existe. Ser fiel en el rechazo de aquello que no funciona. Buscar en ello las más variadas estrategias para hacer saber de su posición y su encapsulado sufrimiento que, al modo freudiano –diremos– que sufre pero al mismo tiempo no pretende tan fácilmente dejar ir ese padecimiento.

Estos años me llevaron a encontrar y a emparentar la docilidad del trabajo en adicciones con similitudes halladas en el trabajo con niños. La clínica de niños conlleva un lapso permanente en busca de esa espera que apacigüe, pero también que oriente al analista acompañando el encuentro con el saber no sabido del niño que juega. La expectativa de la contingencia, que suele deslizar al sujeto en la buenaventura de su porvenir.

Cuando la docilidad acontece, quien llega lo hace vía la constatación que aquello que se gesta es un encuentro. Nada más preciado que el reencuentro con la palabra válida y verdadera, promovida por el lazo con un analista. Este último, dispuesto a perturbar el matrimonio con el tóxico, escapando los embates del superyó que concluyen con la promesa de un recorrido, donde el sujeto se encuentre allí detrás de la sustancia, para ser hallado.

La docilidad (amiga de lo cálido) exige un valor mutuo, de ambos. Un compromiso y un baluarte a recuperar, el valor de un decir y su significancia.


[1] Psicoanalista. la Fundación El Sinthome. Integrante del departamento de Tya EOL.
Martín S. Fuster

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