ENTREVISTA

Oscar Reymundo (Florianópolis, Brasil)
Psicoanalista. Miembro de la Escola  Brasileira de Psicanálise (EBP). Miembro de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP).

 

 

Oscar Reymundo

1. ¿Cómo entiende usted la fijación de un sujeto al objeto droga?

Estamos transitando una época en la cual nos enfrentamos, dentro y fuera de los consultorios, con un fuerte empuje a la constitución de sujetos que no se caracterizan más por ser lo que un significante representa para otro significante, sino que se presenta representado por su fijación de goce. A diferencia de los tiempos en que el Complejo de Edipo realizaba su función pacificadora de ordenador de la realidad, hoy los síntomas que podríamos llamar contemporáneos no se ajustan más y son refractarios a la suposición de un saber en el Otro capaz de establecer un modo de regulación de goce que permita elaborar una vida con otros. Por otro lado, y como modo de defenderse de lo real de la falta en ser, el así llamado sujeto hipermoderno responde con una identificación con un goce vehiculizado por una satisfacción mortífera que puede encontrar en la substancia tóxica su objeto. «Soy cocainómano», «soy porrero» o, más recientemente, «soy adicto» son los modos de nombrar la adherencia compulsiva al goce en una substancia tóxica, aunque el significante adicto no hace referencia directa al uso compulsivo de la substancia. En los tiempos que corren, vemos que los objetos de las adicciones se multiplican en series interminables.

 

Uno de los modos de inyectar palabras en lo real que orienta la existencia de los seres hablantes es decir que nada es para siempre. Tampoco es para siempre la felicidad que, cuando lo hace, se presenta de modo episódico, ocasional. Digamos que la propia vida atenta contra una felicidad plena y duradera, fruto de una satisfacción ininterrumpida. El trabajo necesario para separarse de la miseria neurótica puede llevarnos a la modestia que implica en consentir con la infelicidad de todos los días, consentir con un imposible que orienta la vida y que, al mismo tiempo, nos invita a inventarnos soluciones para eso que se presenta como extraño, perturbador y enigmático para cada uno, esto es, el goce, el cuerpo, el deseo, en la relación con los otros que hablan y, porque hablan, demandan. Alcanzar esa solución, siempre singular, puede ser motivo de satisfacción y de felicidad, que, por cierto, no será para siempre. En el caso de los seres hablantes y sus invenciones, es imposible una operación sin resto, a pesar del sueño del capitalismo de que sería posible no perder nada y ganar siempre. Resto que es necesario saber tratar y con el cual es fundamental poder producir un saber hacer que posibilite estar en el lazo social con los otros. Y es precisamente en este punto en donde las drogas encuentran su lugar en la economía libidinal del sujeto. En su tentativa de evitar o escapar del malestar propio de lo que falla y de lo que no encaja, apostando a la infinitización de una satisfacción sin efectos de trastorno, la estupefacción aparece como una posible elección del sujeto. Elección que no será sin efectos para la subjetividad. A veces, esa estupefacción hace a la vida más o menos soportable de llevar con otros, como es en el caso de las psicosis; otras veces, hace imposible la propia vida, haciendo que el sujeto se precipite en un goce que, por excesivo, es nocivo y autodestructivo. Como si un destino de la repetición se impusiese al sujeto a través de un consumo compulsivo al servicio del superyó que, sea cual sea la nobleza simbólica con la que se pueda presentar, siempre tiene una relación inseparable con la pulsión de muerte.

 

2. ¿Cuál es para usted la especificidad de la toxicomanía en relación con la generalización actual de las así denominadas adicciones?

El problema es, diría, el ruido que me hace a partir de los últimos años el uso de los términos adicción y adictos; se esgrime, mediante esos significantes, la pretensión de abarcar todos los actos compulsivos a los cuales los seres hablantes se pueden precipitar, borrando así lo especifico a ser desentrañado en cada uno de estos actos. Al mismo tiempo, hay toda una historia, relativamente reciente, ligada al significante adicciones, que ha forcluido el concepto clásico de toxicomanía, a punto tal de no tener en cuenta la relación singular que un sujeto puede tener, por ejemplo, con una substancia que, introducida en el cuerpo, produce un tipo especial de satisfacción. Tal satisfacción debe ser ubicada cada vez para entender lo que está en juego en cada sujeto en el acto de intoxicarse (Salamone, 2011, p. 44). Por lo tanto, «ser adicto» –o el rótulo que fuera– define un ser que organiza un tipo de abordaje de ese ser a contramano de la ética psicoanalítica y de la política del síntoma. Yo pienso que con el significante toxicomanía, en el modo en como se lo emplea en el psicoanálisis de la Orientación Lacaniana –práctica en la cual estamos alertados de no dar consistencia al «ser toxicómano»–, no solo se hace referencia a un goce que se obtiene a través de la práctica de la intoxicación, sino también en cuanto al uso que cada uno hace de la substancia, uso que no se puede generalizar y diluir llamando a alguien adicto. El uso de la substancia no es ajeno al modo en que cada uno se estructuró en su relación con el lenguaje. Digamos que el uso que hacemos en la Orientación Lacaniana del término toxicomanía es solidario del viejo concepto de pharmakon. No es por casualidad que ése sea el nombre de la publicación de los grupos y de las instituciones de Toxicomanía y Alcoholismo del Campo Freudiano. Además, no podemos perder de vista que con el termino adicción se borra esa definición tan original que hace Lacan del significante droga al decir que una droga es lo que permite romper el matrimonio del sujeto con el falo (Salamone, 2011, p. 45), destacando que es justamente esa ruptura lo que caracteriza la especificidad del goce en las toxicomanías.

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

SALAMONE, L. “Cuando la droga falla”, Caracas, Pomaire, 2011.