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Cristina Nogueira (Belo Horizonte)[1]
El psicoanálisis de orientación lacaniana se ha centrado en los síntomas contemporáneos en la medida en que los lazos sociales se reconfiguran. Desde Freud[2], las formaciones delirantes se presentan como una especie de remiendo de una fisura abierta en la relación entre el yo y el mundo exterior, franqueadas por un mundo de fantasía, una especie de reserva contra las exigencias de la vida. Lacan[3] nos dice de esa ruptura: la realidad sacrificada es una parte de la realidad psíquica. Esa parte es olvidada, pero sigue haciéndose oír, de una forma simbólica.
Lacan[4] define la pulsión como siendo “…el eco en el cuerpo del hecho de que hay un decir”. Hace alusión, no solo a ese efecto sobre el cuerpo, sino también a su insistencia. Da la orientación de que un análisis debe ir más allá de lo simbólico y de lo imaginario y apuntar a lo que toca el cuerpo del sujeto – buscar, más allá de las palabras que el sujeto enuncia, un rasgo de goce que ex-siste en el nivel del decir. Si un análisis implica leer rastros de goce, debe incidir también sobre la pulsión, sobre las marcas de goce dejadas en el cuerpo por el encuentro con el significante.
En los usuarios de drogas, la orientación lacaniana nos invita a seguir el rastro de lo real del goce en una repetición que es pura iteración. Aislar esa marca singular del goce, cernir la función de la droga y verificar como opera la relación del sujeto con el consumo nos orienta en la dirección del tratamiento. Antonia nos brinda elementos que permiten captar cómo la apuesta en la transferencia al psicoanálisis incide sobre la relación con la sustancia, abriendo la posibilidad de tejer una forma de delirio que restablezca un lazo social más compatible con la vida.
Ella llegó al tratamiento con 48 años y hacía uso del alcohol desde los 20, con daños serios después de la separación del marido, por la dificultad en administrar, sola, la casa, los hijos y el trabajo. En esa época participó del AA, interrumpió el consumo y se volvió a casar con un hombre, un “gran amor”, que allí conoció. Él la ayudó a cuidar a sus hijos y a mantenerse organizada durante años, hasta que ocurrió un episodio con un bebé al que se le quemó un pie en la incubadora del hospital donde ella trabajaba como enfermera. Fue apartada bajo sospecha, se deprimió profundamente y volvió a beber. El segundo marido se involucró entonces con otra mujer, separándose de Antonia. La relación con un hombre la estabilizaba, pero también la desestabilizaba, cuando era abandonada vivía una devastación.
Inició tratamiento en el CAPS[5] algunos años después de esos episodios, debilitada físicamente, deprimida y angustiada. Se interesó por los talleres de pintura, lo que la remitió a una escena de la infancia cuando una profesora rompió un dibujo suyo. Fue horrible, era el rostro de su madre, que ella intentaba hacer “revivir”. La madre había muerto cuando ella era muy pequeña y no se acordaba de ella. Le decían que era “revolucionaria para la época, que trabajaba, era elegante y alegre. Una víctima del destino”. Después de su muerte, los hijos se quedaron con el padre, que se volvió a casar.
Antonia pasó a hablar de sueños, asociaciones y presentó una mejora en el humor y en la salud. Hablaba de algunos recuerdos que no tenían sentido: niños, cuerpos y la perturbación que le causaban. Recuerda que enterraba muñecas y preguntó qué era lo que enterraba. Al día siguiente, demanda otra sesión y relata una escena en la que estarían el padre, un tío, una mujer de blanco, una caja con un bebé muerto. Llora copiosamente y poco a poco explica que ahora entendía: su madre estaba embarazada, había atravesado un aborto y murió en el procedimiento. Se pregunta si la madre habría deseado abortarla cuando estaba embarazada.
Respecto a la transferencia, la paciente dice que la analista seréa su consciencia. Cuando la analista queda embarazada, comienza a llamarla “mamita” y, en la misma ocasión, adopta una gata. La paciente continuó el trabajo de pintura, agregando elementos de lo femenino, y llegó a exponer sus trabajos. Una forma de tratar el real dejado por la muerte de la madre.
Antonia bebía y se volvía “loca”, pero no quería ser alcohólica como su padre, ni loca, sino una mujer “interesante”, “transformista”. Cuando estaba deprimida, estar “grogui” era una forma de “meter el sexo para dentro”, prescindir de él. En un sueño, estaba teniendo sexo con su novio y le cortó el pito duro, dentro de ella. Después, lo encajó de nuevo. Ella se ríe y dice que “no hay forma, que va a hacer otras cosas, no puede quedarse muerta”. Después de estas elaboraciones y sueños ella no volvió a hacer uso del alcohol, presentando un cuerpo más vivificado. El sueño de la relación sexual, corte y encaje, parece haber propiciado un efecto de localización del goce y la emergencia de un sentimiento de vida.
Podríamos pensar que ella trata el episodio traumático de la quemadura del bebé identificándose con el bebé muerto, articulada a la muerte de la madre. Antonia respondía a una cierta perplejidad con el recurso al alcohol, cuyo goce trataba la intolerable pérdida del sentimiento de vida. Con el tratamiento, ella puede ir organizando su historia, desidentificándose de este lugar mortificado. El análisis posibilita la inscripción de una nueva orientación para el goce, desplazando la iteración toxicómana y abriendo otras formas de respuesta a lo intolerable de la separación y de la muerte.
La realidad construida en el análisis tiene elementos de delirio, de ficción y de invención. Antonia mantuvo el trabajo analítico durante 25 años, junto al acompañamiento psiquiátrico. Después de los 73 años de edad su salud se debilitó, pero solicitaba sesiones cuando tenía algún sueño o era perturbada por “sonidos de sirenas” que, asociados a los hechos trágicos vividos, la angustiaban. Nos parece que el tratamiento le permitió prescindir del alcohol y viabilizó la construcción de otra forma de conectarse con el Otro.