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José Manuel Álvarez (Barcelona)[1]
Es un clásico en la clínica de las adicciones las eclosiones delirantes al interrumpir los consumos, lo cual está en la línea del título Delirio o Tóxico. Pero también configuraciones donde el tóxico opera de rampa de lanzamiento hacia un universo delirante en el que el sujeto vive experiencias inefables que cesan cuando el tóxico es suspendido. El erróneo diagnóstico de psicosis inducido por sustancias tiene aquí su carta de ciudadanía clínica.
Al revés, fenómenos elementales muy discretos pero incisivos, otros muy ruidosos y peligrosos, se estrellan contra la muralla del tóxico ofreciéndole al sujeto una paz y una calma que ningún otro remedio ofrece, ni siquiera el más sofisticado salido por la puerta grande de la industria farmacéutica.
Una tercera presentación – y queda alguna más -, muestra el par delirio y tóxico en intrincadas conexiones, y en el que se puede rastrear una combinación de fallas, tanto del tóxico como del delirio, ambos usados para abordar el abismo insondable de la forclusión.
Es el caso del Sr. S., 58 años, consumidor desde los 20 y que ha pasado 12 años en la cárcel por tráfico de estupefacientes y secuestro. Estaba en constante riesgo de pasaje al acto agresivo cuando llegó a nuestro Centro.
Como “a alguien le tengo que dar cuenta de lo que me está pasando”, encuentra en el analista al secretario del alienado en el que depositar el testimonio de un sufrimiento desde su entrada en prisión, que se desarrolló lenta pero insidiosamente.
Con consumos puntuales de heroína fumada y alcohol cuando lo comenzamos a atender, refiere que todo empezó antes de los 20 años, cuando se desató un dolor de inconmensurables proporciones que le llevó a estar acompañado constantemente en su quehacer diario por un “¡Ay!”, que nombra un dolor insoportable en la juntura más íntima de su ser y que se extiende por todo su cuerpo. El encuentro con la heroína, “que me daba mucho miedo por tener que pinchármela”, será su cura instantánea, “de pronto me encontré curado de ese ‘¡Ay!’ constante”. Sin embargo, esa terapéutica abrió paso a la falta de recursos económicos, la dificultad para encontrar trabajo y a su actividad delincuencial con la que dio con sus huesos en la cárcel. Allí los consumos también eran puntuales, pero entonces irrumpió lo que para el médico era una gastroenteritis, aunque para él era una muy dolorosa úlcera de estómago que sólo calmaba con Primperan y ocasionalmente con una medicación inyectada en la enfermería penitenciaria.
A la salida de prisión y buscando alojamiento, pasó un coche “Y solo era un coche que pasaba. Pero fue pasar, y me lanzó el mal…”. Un mal que nombrará como “una malaria”; luego y más precisamente “una rabia”. Rabia que data de cuando comenzaba a consumir heroína y olvidaba lo que pensaba: “Estaba pensando en algo y me olvidaba de lo que pensaba, y me entraba rabia. Era mucho más leve que ahora, pero ya de aquellas me entraba”.
En la cárcel, su mundo comenzó a poblarse de señales extrañas: “Me olvidaba de los pensamientos y de lo que ponían en la TV, y me daba rabia. Escuchaba ruidos extraños que venían de las otras celdas, y me daba más rabia. Alguien manejaba todo eso para que me olvidase, estoy seguro”.
La rabia que le “entraba” en aquella época era una “rabia dulce”, a diferencia de la que ahora le arroja un cortejo de individuos que pasan a su lado y que es imposible evitarlos aunque cambie de acera, los esquive, etc., porque “siempre te acaban rozando, te echan la rabia y te dejan mal”. Es un mal profundo, devastador, “es que me dejan mal, pero mal mal, con una rayadura tremenda durante horas. Te falta el aire, y te tienes que sujetar de lo mal que te pones. No sabe usted, don José Manuel, lo mal que se pone uno. Me dan ganas de hacerles algo, pero no quiero volver a prisión; por eso les digo barbaridades, pero barbaridades, es lo único que hago. Pero ganas de hacerles algo no me faltan, no”.
Explicará que esta rabia es una “rabiaza”; una rabiaza en la que se incluyen los autorreproches por su pasado consumidor, por haberse gastado mucho dinero, perdido su vivienda y haber acabado en un albergue. Lo que arroja una mancha negra sobre el origen humilde de sus padres en el trabajo de las tierras cuyo dueño era un juez, “por cierto, muy rico…”, y haber acabado en la cárcel. Todo ello orquestado por “El Dios Eterno que va creando otros dioses. Son jefes que ponen a sus órdenes a la gente normal y corriente, y que luego me lanzan la rabia por transmisión de ondas mediante las cuales me envían el mal” con el fin de matarlo, que el paciente, en definitiva, muera. Y muera “para dar continuidad a la vida del mundo, a la renovación de la raza humana (…) Es la creación del mundo, el poder de tenerlo suspendido en el espacio sin que se sujete por ningún eje… Por un lado, lo paso muy mal cuando me echan la rabiaza; por otro, me da mucha alegría saber lo importante de que yo sea el medio por el cual se consiga eso”.
Si “delirar” apunta a un salirse del surco, desde nuestra orientación podemos decir que, claramente, es un modo de encontrar uno. Muchos lo logran sin ayuda. Otros fracasan estrepitosamente poniendo en juego su vida y su deseo. Para aquellos que se encuentran con un psicoanalista, este debe estar dispuesto – siempre en contra de sí mismo -, a ofrecer un lugar donde el sujeto pueda desplegar su drama en forma delirante para que, de su conversación con el goce devastador, pueda emitirse un juicio ético que lo encarrile por una vía que articule algo de su deseo, o incluso un símil de deseo.
El Sr. S., – actualmente también en tratamiento con Metadona –, deja ver con meridiana claridad un “¡Ay!”, significante de un “desorden en la juntura más íntima del sentimiento de la vida”, cuya base sorda es una angustia absolutamente irrespirable que causa una conmoción tal, que ha de ser paliada con una heroína que también deja las huellas de su falla en las afecciones estomacales que el paciente seguía padeciendo de forma intermitente, y que en algunas ocasiones requirieron ingresos de urgencia. Aquí lo imposible de la castración retorna bajo la forma de la úlcera, los autorreproches, e incluso y probablemente, la falla paterna se haya suplido en su momento con su actividad delincuencial que lo llevó a ser encerrado entre los muros de la cárcel, no sin antes pasar por la sentencia del famoso juez. En definitiva, el delirio viene a operar de localizador de la libido tóxica desatada, “sin eje”.
Resta decir que los fenómenos corporales, en su estatuto de elementales, están en primerísimo plano, y que dicho cuerpo suele ser tomado por el delirio para trazar una cartografía en la cual el sujeto pueda localizarse, es decir, inventarse un eje allí donde nunca hubo uno. Y también muestra que, a falta del cuerpo del delito, el cuerpo es un cuerpo del delirio.