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Jacques-Alain Miller [1]
Me encuentro aquí en posición de agradecer a aquellos que han tenido a bien responder sin prejuzgar la invitación que les llegó del Campo Freudiano y del Departamento de Psicoanálisis, por intermedio del GRETA[2]. A los intervinientes, querría decirles hasta qué punto he sido sensible a su presencia y al espíritu que ha presidido este coloquio. Se ha caracterizado, me parece, por una motivación común que concierne a la toxicomanía. Esto ha hecho pasar, afortunadamente, a segundo plano, la polémica que a menudo borra o perturba el interés por la referencia clínica. Agradezco igualmente a la asistencia, que no solo ha sido numerosa, sino además, estudiosa, y que ha soportado notablemente esta muy densa Jornada.
Podría circunscribirme a eso; y, si digo algunas palabras más, deberían ser sometidas a discusión como todo lo que ha sido dicho hasta ahora. Desafortunadamente, el tiempo es insuficiente para que tal debate tenga lugar. Quizás encontremos la ocasión de organizar una nueva Jornada que lleve por tema lo que se anticipó aquí de manera demasiado rápida, y que muchos, seguramente, desearían discutir.
El falo en cuestión
Es cierto que este momento de cierre no es de ninguna manera un momento de concluir, que no es sino una puesta en suspenso, pues esta Jornada nos deja en suspenso. Ahora bien, ¿qué es lo que permite concluir, de una manera general? Siempre una articulación lógica, y esto vale también para la clínica psicoanalítica, en la medida en que ella se articula, si es freudiana, con las funciones de una categoría que nos viene indiscutiblemente de Freud – incluso si ha esperado a Lacan para ser formalizada –, a saber, el falo. Porque el psicoanálisis no atañe al sujeto sino en tanto que éste se relaciona con esa categoría, en tanto se inscribe en la función fálica según modalidades diversas.
Esta categoría está claramente articulada en Freud, puesto que él distingue, aparte del registro del fin sexual, el del problema sexual, es decir, del problema de la castración en tanto concierne a un saber, un conocimiento – el término es de Freud – sobre el sexo. Tratándose de la toxicomanía, esta categoría freudiana del falo, ¿aparece o no como operatoria? Hay allí una dificultad. El signo es que, comúnmente, en la cura del toxicómano, se habla del destete y no de la castración. ¿Creemos poder efectuar esta operación de renuncia a la droga por la palabra, o bien el destete de la – o de las – sustancias tóxicas es la condición, la condición previa a la cura por la palabra? La segunda opción es la que nos ha presentado Claude Olievenstein. Desde el punto de vista del Campo Freudiano ¿no podemos decir, en efecto, que el recurso a la sustancia tóxica es precisamente utilizado para cerrarle al sujeto el acceso al problema sexual?
Un real que insiste
Es cierto que la toxicomanía le impone la modestia al psicoanalista. Y me parece que la mayor parte de los psicoanalistas que han asistido a esta Jornada vinieron para aprender de aquellos que, más regularmente que ellos, han tratado toxicómanos. Si Lacan invitaba a los psicoanalistas a no retroceder frente a la psicosis, es justamente porque el psicótico es demandante con respecto al psicoanálisis. ¿Pero lo es el toxicómano? Y si lo fuera, ¿no sería más bien el analista el que retrocedería frente a la toxicomanía? En efecto, la toxicomanía presenta al analista un síntoma sobre el cual los efectos de verdad de la palabra pueden aparecer sin asidero, un síntoma que obliga a desunir las estructuras de ficción de la verdad y un real que resiste o que insiste.
Nos queda que la droga da lugar a una auténtica experiencia para el sujeto, que no sabríamos poner en duda, y que incluso ha producido su propio vocabulario, sus propias expresiones. No es, sin embargo, una experiencia de lenguaje, sino, por el contrario, lo que permite un cortocircuito sin mediación, una modificación de los estados de conciencia, la percepción de sensaciones nuevas, la perturbación de las significaciones vividas del cuerpo y del mundo. Por otra parte, hemos visto, con la exposición de Michel Reynaud, que incluso existe una zona de indiferenciación, de recubrimiento entre el tóxico y la terapéutica. Ha estudiado casos que podríamos llamar verdaderas terapéutico-manías, cuya referencia podría muy bien ser el pharmakon analizado por Jacques Derrida, recordado por Jean Dugarin, y que está en el centro de la obra de Sylvie Le Poulichet.
Esta Jornada ha juntado al toxicómano y al terapeuta. Ha dado la palabra a los terapeutas, que hablan más gustosamente que los toxicómanos; ha reunido a los hombres que están en este campo, pues son ellos quienes tienen derecho a la palabra, dado que son ellos quienes autorizan al Campo Freudiano a interesarse por la toxicomanía.
El objeto-droga
Pero, a partir de la experiencia analítica, ¿qué podemos decir de la toxicomanía? Hemos comenzado a verlo hoy: los psicoanalistas subrayan que algo obstaculiza la entrada y el mantenimiento en análisis del toxicómano. Se trata entonces de un saber negativo. Entonces, ¿cómo articularlo en algunas preguntas que podríamos encontrar la ocasión de retomar?
La primera de estas preguntas se refiere al término mismo de toxicómano. ¿En qué medida es un atributo clínicamente válido del sujeto, si él es sujeto de la palabra? Con gusto habría planteado al Prof. Bergeret esta pregunta: ¿es la toxicomanía una categoría clínica bien formada? ¿Y en qué sentido? ¿Cómo se articula con las estructuras freudianas? ¿No habría que distinguir la toxicomanía como categoría clínica y el objeto-droga, para retomar una expresión usada aquí? El objeto-droga en tanto puede encontrarse inscripto en diferentes estructuras clínicas, neurosis, psicosis o perversión.
Quizás encuentre allí su lugar el dicho de Lacan, recordado por Bernard Lecœur y Hugo Freda: “la droga […] es lo que permite romper el matrimonio con el pequeño pipí.”[3] No es una definición de la toxicomanía, sino una tentativa de definición de la droga en tanto tal. Quizás hay que darle todo su valor a esta distinción, quizás en la experiencia analítica nos preguntemos menos por la toxicomanía que por la droga en su relación con el sujeto. Por eso considero que no está establecido que la toxicomanía pueda entrar en tanto tal en el Campo freudiano, sino solamente bajo las variedades – puede ser que toquemos allí uno de los límites del psicoanálisis – de la pregunta sobre el objeto-droga en su relación con el sujeto.
Un objeto causa de goce
A partir de allí, la droga aparece como un objeto que concierne menos al sujeto de la palabra que al sujeto del goce, en tanto ella permite obtener goce sin pasar por el Otro. La experiencia toxicómana parece hecha en efecto para justificar el uso que hacen algunos de entre nosotros del término goce como distinto del de placer. El placer está siempre articulado a la noción de una armonía, de cierto buen uso, incluso de una sabiduría –así Michel Foucault podía hablar sobre El uso de los placeres[4]. Ahora bien, hemos visto que hasta la psiquiatría soviética, de la que nos ha hablado Claudio Ingerflom, cuando trata de comprender la toxicomanía, encuentra la paradoja de este curioso hedonismo, de este deseo hipertrofiado de obtener placer. En consecuencia, me parece que la experiencia toxicómana justifica que se introduzca el término de goce para calificar lo que en este caso se sitúa más allá del principio de placer, lo que no está ligado a una moderación de la satisfacción, sino por el contrario a un exceso, a una exacerbación de la satisfacción que concluye con la pulsión de muerte.
De este modo, la fórmula de Markos Zafiropoulos “El toxicómano no existe” se justifica ciertamente si se designa así el hecho de que la categoría clínica de la toxicomanía no está bien formada. Pero no resulta menos por ello que con el nombre de toxicómano se designe a un sujeto que ha entrado en cierta relación con la droga y que consiente en definirse cada vez más, en simplificarse a sí mismo, en esta relación con la droga.
En tanto no negamos la especificidad de los fenómenos toxicómanos, desde el punto de vista psicoanalítico, ¿no cabría decir que la droga se transforma en el verdadero partenaire esencial, incluso exclusivo del sujeto, un partenaire que le permite hacer un impasse con respecto al Otro y particularmente con respecto al Otro sexual? He aquí que podríamos estar tentados de decir que la droga procura o produce un excedente de goce, un plus-de-gozar imposible de desconocer bajo su faz del estado llamado de falta, de falta-de-goce. En consecuencia, podríamos también estar tentados de hacer de la droga un objeto a en el sentido de Lacan. Pero estoy totalmente de acuerdo con el Dr. Magoudi en decir que no podemos en ningún caso hacer de la droga una causa del deseo. Como máximo podemos hacer de ella una causa de goce, un objeto de la más imperiosa demanda, y que tiene en común con la pulsión anular al Otro; la droga como objeto da acceso a un goce que no pasa por el Otro y en particular por el cuerpo del Otro como sexual.
Insubordinación al servicio sexual
En la experiencia analítica encontramos corrientemente el recurso a la droga como salida de la angustia, como salida de la angustia frente al deseo del Otro, con el fin de apartarse de ello. Decir que con la droga se trata de un goce que no pasa por el Otro es, pues, un punto de referencia muy flojo que habría quizás que ajustar comenzando por oponer este goce con el goce homosexual, que moviliza el cuerpo de un otro, que pasa por el Otro, pero con la condición de que sea lo mismo. Agreguemos que esto sólo vale para la homosexualidad masculina, la que exige que el cuerpo del otro presente un rasgo particular, el de detentar el órgano. Desde allí podemos hablar de la renegación de la castración como principio de perversión, pero esto supone que el problema sexual haya sido planteado como tal por el sujeto y que le haya encontrado esta solución. Entonces, tendríamos que contrastar primero el goce que no pasa por el Otro, y el goce homosexual.
En segundo lugar, existe otro tipo de goce que no pasa por el cuerpo del Otro, sino por el propio cuerpo, que se inscribe bajo la rúbrica del autoerotismo. Digamos que es un goce cínico, que rechaza al Otro, que rehúsa que el goce del cuerpo propio sea metaforizado por el goce del cuerpo del Otro – y que queda en la historia ligado a la figura de Diógenes –, que opera ese corto circuito llevado a cabo en el acto de la masturbación, que precisamente asegura al sujeto su matrimonio con el pequeño pipí. Por allí, sin duda, el cínico contraviene la interdicción que recae sobre el goce y que es ante todo interdicción del goce autoerótico, al punto que podemos decir que la interdicción del incesto como interdicción del cuerpo de la madre no hace más que metaforizar la interdicción primordial del goce autoerótico. Pero este goce que pasa por el goce fálico es compatible con – e incluso ocasionalmente exige – el mantenimiento del otro imaginario en el fantasma.
Así, vemos quizá desprenderse la especificidad del goce toxicomaníaco que, en efecto, no pasa por el Otro, pero tampoco por el goce fálico. Entonces, Lacan está justificado al caracterizarlo ante todo por el hecho que rompe el matrimonio con el pequeño pipí: permite no plantear el problema sexual.
Por otra parte, un capítulo debería ser desarrollado: “toxicomanía y psicosis”. Philippe Sopena evocó a los que han preferido la toxicomanía a la psicosis. Es cierto que en la toxicomanía no podemos hablar en tanto tal de forclusión, dado que en la psicosis, si bien hay forclusión de la castración, esta retorna desde lo real, en particular en la paranoia, al punto que Freud pudo decir que el Edipo está demostrado en la paranoia. La toxicomanía es menos una solución al problema sexual que la fuga ante el hecho de plantearse ese problema. Si quisiéramos encontrar una categoría donde poner la toxicomanía junto a la forclusión en la psicosis, podríamos quizás apelar a la insubordinación – la insubordinación, diría yo, ya que Hugo Freda habló del servicio militar – al servicio sexual.
Un plus-de-goce particular
Dando un paso más que aquel que consiste en problematizar la toxicomanía a partir de la experiencia analítica, podríamos interrogarnos sobre lo que la toxicomanía misma aclara acerca del sujeto de la palabra. Nada, en efecto, nos objetaría decir que aquellos que no son toxicómanos – y aquellos que no se entregaron dos veces a esa experiencia, como lo precisa C. Olievenstein – no se disparen, no sean aplastados por la palabra. Es porque existe un goce de la palabra, al cual estamos enganchados, que hacemos tantos coloquios. Lo que llamamos destitución subjetiva desde entonces sería también el destete del goce de la palabra, y el final del análisis, ¿por qué no?, un desenganche. Pero, evidentemente, la droga materializa o sustantiviza este goce que no es un placer, este goce que vale más que la vida como función vital.
Por otra parte, si en el análisis nos enfrentamos con un sujeto que juega su partida en relación con un saber sobre el sexo, y que la juega en la palabra, por el contrario, el que es llamado – quizás abusivamente – sujeto de la toxicomanía es un cínico extremo. Y se comprende que la biología molecular se vea tentada de abordar la toxicomanía a nivel del órgano causa, es decir, del cerebro, haciendo un impasse sobre la relación con el Otro. Sin duda, la toxicomanía se presta a esto.
Sin embargo, desde el punto de vista de la experiencia analítica, ¿no se puede mantener que, en la droga, la posición subjetiva está no obstante implicada? Y allí estaría de acuerdo con el imperativo del Dr. Carpentier de un retorno a la medicina del sentido – siendo todo el problema obtener del sujeto que dé sentido, y, en particular, sentido sexual a su dependencia–. Ahora bien, la toxicomanía lo obstaculiza, pues en el análisis, el sujeto espera el objeto del sujeto supuesto saber – y es lo que establece la transferencia –, es decir, que el objeto en cuestión, el plus-de-gozar, se sostiene esencialmente de la palabra, mientras que, en la toxicomanía, el plus-de-gozar está adherido a un producto de la industria. En definitiva, el analista debería ser un dealer de la droga de la palabra. Esta problemática, me parece, fue evocada por el Dr. Olievenstein, quien tal vez desmentirá esto.
Deshacer la identificación
Dejemos de lado el hecho de que, en la realidad social, existe el Otro de la droga, al que se le paga y a quien se dirige la demanda, pues este Otro de la droga, como lo recordaba el Prof. Bergeret, no tiene de ningún modo la solución del problema.
¿El acceso al goce de la droga para un sujeto no ha estado siempre trazado por lo que le ha venido de la palabra? En su punto de origen, la elección de la droga, ¿no ha estado siempre condicionada por el significante? Para esta pregunta hay sólo respuestas particulares, caso por caso. Me parece que la exposición realmente sensacional de Hugo Freda lo ha demostrado, indicando una salida, y que coincide con la de M. Zafiropoulos en ese punto: en todos los casos, la posibilidad del análisis pasa por el esfuerzo de deshacer la identificación bruta al Yo soy toxicómano. En consecuencia, desde el punto de vista de la experiencia analítica, todo lo que refuerce esa identificación está contraindicado – es menester que aparezca para el sujeto, no como necesaria, sino como contingente.
He hecho aquí solamente una lista de preguntas, que me parece que podrían retrabajarse en una Jornada, por ejemplo en un año, donde ustedes mismos, si lo desean, podrían, en un espíritu similar hacer un balance, después de que haya transcurrido un cierto tiempo para comprender.