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A possible partnership for the intoxicated childhood
Gabriela Dargenton (Córdoba, Argentina)
Analista Miembro de la Escuela de la Orientación Lacaniana y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis, AE (1999-2002), Responsable del Departamento de Investigación de Psicoanálisis con niños CIEC N.R.C., Directora Editorial de la Revista “Notas de Niños”
Resumen: El trabajo se propone abordar la cuestión de las adicciones en la infancia y el particular lugar del analista en ello.
Palabras clave: infancia, adicciones, psicoanálisis.
Abstract: The papers deals with addictions in childhood and the role of the psychoanalyst therein.
Keywords: childhood, addictions, psychoanalysis
Tuve que constatar en la clínica que el problema del consumo –alcohol en estos casos que recibí en mi consultorio privado– tomaba relieves jamás vistos antes. No me refiero solamente a la cantidad (ni de lo que consumen, ni de las demandas) sino al relieve que le da la temprana edad que tienen los que consumen –apenas 10, 11 años– y la naturaleza, diría, de cada una de estas demandas de niños.
Fue necesario detenerme en una detallada exploración clínica para escuchar la cualidad del partenaire en cuestión en cada caso (el alcohol, aunque quizás, más precisamente, la petaquita) y la trama en que éste se introdujo en la economía libidinal del niño. Quiero decir que, en algunos casos, el consumo de alcohol no fue el motivo de consulta, quizás ni era su demanda, sino que fue necesario un trabajo sereno y seguro para encontrar con cada uno lo que llevaba «la petaquita del lado de adentro del saco». Allí se recortó –luego de un tiempo de trabajo– un gesto que se repetía sin pensar: tocarse el lado interior del saco donde se escondía ese objeto, luego de lo cual había alivio.
El partenaire analista con el que hice frente a cada uno en ningún caso se vistió de superyó, ni apelé al par prohibición-permiso del consumo, sino que cada uno mostraba una vía en la que lo sólo del Uno del cuerpo primaba, y el hablante no estaba allí para decir, para comparecer con el Otro el hecho de cómo fue que esa satisfacción vino a esa soledad. Algo enmudecía, con la forma de un silencio en el borde mismo del cuerpo donde la satisfacción del consumo venía a no cesar de no escribirse. A ese singular sitio –el de encarnar silenciosa pero expectante de que «hay para decir»– fue a parar el deseo del analista en cada caso, por los meandros de sus singulares gustos. No olvidaba a J.-A. Miller cuando nos dice: «Lo real del vínculo social es la inexistencia de la relación sexual. Lo real del inconsciente es el cuerpo hablante» (Miller, 2014, p.31.). Arrancarle palabras al silencio mismo con el que se taponaba la satisfacción y el agujero oral fue la apuesta.
El hecho de que la demanda, en cada caso, no se originase en el problema crucial del consumo no fue un obstáculo; por el contrario, fue la vía que me permitió adentrarme en escuchar la función que en cada uno tenía el alcohol. Y, al hacerlo, escuchar la paradoja que consistía en un funcionamiento que, estando destinado a soportar el lazo social –si no la inhibición paralizaba el cuerpo– la consecuencia era quedar «planchado». Es decir que, al mismo tiempo que se separaba del Otro, lo construía de una manera posible de abordar: el mundo no era tan enorme.
En este sentido es que dije que, si bien la sustancia del alcohol toma cierta independencia luego en las consecuencias de goce que escribe en el cuerpo, es la petaquita la que da la consistencia de un objeto que alivia cuando es palpado cada mañana antes de salir. Era un objeto sobre el cuerpo que garantizaba que se podría soportar el lazo.
Éric Laurent (Laurent, 1991, p. 71) señala que es «en la toxicomanía donde se observa el esfuerzo, el más sostenido, para encarnar el objeto de goce en un objeto del mundo. […] y que en esto lo que se busca es la verificación del vacío que rodea al goce en el ser humano».
Época, consumos y padre
Verificamos cada vez más cómo la transformación del orden simbólico y, con él, la caída de los semblantes que tramaban una red que envolvía aquel real, transformó –entre otras cosas– las formas familiares y, con ellas, los elementos que las constituían. El padre, que atesoraba ser un guardián de la ley en el deseo, es hoy más bien un hijo de lalengua, un instrumento posible entre otros para abrochar las satisfacciones diversas entre el cuerpo y las palabras. En un siglo donde –como dicen los sociólogos– el bien más preciado es el trabajo (por su falta), el padre del Seminario XVII, ese que se define por ser «el que trabaja» en el sentido del Amo Moderno, es hoy más bien un esclavo, si es que lo tiene al trabajo.
Padres presentes en el discurso del niño, en su condición de «grandes trabajadores», me demostraban cómo el consumo en la infancia no viene necesariamente de la mano de la psicosis, sino que también puede hincarse en una fuerte idealización imaginaria del padre por parte del niño, que si bien no deja anónimo ese deseo, lo hace más bien inalcanzable. De este modo, la idealización y la soledad infantil podrían ser cara y contracara de la misma banda. A mayor idealización en la época del Otro que no existe, más afecto del solo «en el cuerpo». Vale decir que, si la consecuencia real del padre en la lengua se esfuma, se evapora, la idealización se transforma, en muchos casos, en una experiencia de exigencia superyoica vacía. Así, el cuerpo del niño queda a expensas de cualquier encuentro fatídico que alivie o disipe en algo el empuje feroz del superyó.
En un tiempo donde ningún ideal está convocado a responder respecto de algún lazo, el efecto del consumo de alcohol en la infancia como experiencia en el cuerpo acompaña una soledad que, así, se profundiza, por supuesto, y toma la cara de la pulsión de muerte.
En nuestra época actual, la oferta de trabajos cada vez más competitivos y con regímenes de exigencia infernales, ocupan gran parte del goce del padre. Este desdobla así su satisfacción entre la obtención fálica, en cierto sentido viril de su posición de sostén de familia, y la satisfacción de la obtención de objetos a consumir a la altura de la época. La contrapartida es, en muchos casos, también doble: la soledad de los cuerpos y, por otra parte, lo que subrayo del rasgo más difícil para tratar en los casos de niños, la interpretación del niño del padre idealizado para vérselas con esa forma de presencia paterna, una operación subjetiva del niño.
En su libro, F. Naparstek desarrolla detalladamente las diferencias que se encuentran entre las distintas concepciones de Lacan respecto del padre y su incidencia con el consumo. Allí señala claramente que: «[…] ese padre Ideal tiene una contracara, de tan muerto que es, de repente aparece –aunque sea en una fiesta cada tanto– la ferocidad del goce. Lo que se presenta es lo que no se pudo tramitar, ese goce que es siempre inherente a la vida, es decir, aquello que del padre no se pudo terminar de matar» (Naparstek, 2005, p. 69). Es una bella fórmula para indicar un camino ético posible que atraviese el ideal en favor de atrapar algo del Real en juego. Es preciso, para eso, como lo dice Jacques-Alain Miller, «llegar a las tripas con la interpretación» (Miller, 2014, p. 32).
Quizás el psicoanálisis pueda ofrecer un tipo de lazo donde el objeto en juego pueda revelar su condición de semblante y el analista pueda a su vez captar también esa forma singular que tiene lo Real en cada sínthoma para reinventar, a partir de allí, con cada niño un mundo en el cual vivir como niño no tenga por condición «ser un grande».