La drogadicción y el poder de la imagen

La drogadicción y el poder de la imagen

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Drug addiction and the power of the image

Durval Mazzei[1] (San Pablo, Brasil)

Resumen: El autor propone que la función del yo de unificar el ser se sirve de la posibilidad indicada por la droga de que no es necesario el Otro para la satisfacción. Torna, de este modo, al adicto prisionero de la imagen.
Palabras claves: psicoanálisis, drogadicción, imagen
Abstract: The author proposes that the function of the I to unify the being takes advantage of the possibility indicated by the drug, that the Other is not necessary for satisfaction. Thus, by this way, the addict is prisioner of the image.
Keywords: psychoanalysis, drugaddiction, image

La imagen, la mayoría de las veces, ocupa un lugar por lo menos controvertido en el discurso analítico. En Freud y su marca etnocéntrica pro civilización occidental, la imagen exhibe anterioridad a la verbalización. Esto es notable ya en La interpretación de los sueños, donde la representación imagética onírica es considerada regresión a formas menos evolucionadas de expresión (1). En los artículos técnicos es clara la elección de Freud por la rememoración discursiva, en asociación libre, como un modo expresivo más favorable para la cura. La acción, en medio del acto analítico, es considerada más como resistencia que lo que favorece el descifrado (FREUD, 1973). Lacan da a la imagen la función de alienación primordial: la identificación a un supuesto ser no dividido en la asunción jubilatoria especular es el marco inicial de la enseñanza lacaniana. Es el núcleo de la fundación del yo y toda la cascada que va a caracterizarlo como la morada de lo imaginario y la tentativa de ejercer en gran medida la consistencia de la existencia que apunta a desconocer la división.

Tal detalle ocupa una función fundamental al recibir en análisis la figura del adicto. No obstante las novedades en el pensamiento psicoanalítico que han surgido en los últimos años. Tales como tomar en consideración el efecto psíquico de las drogas como el resultado de la acción de un producto sobre la carne, concediendo a esta acción la propiedad de desarrollar un discurso. Y tal discurso define la tendencia a reconstituir la figuración imaginaria del hombre no dividido que nada quiere saber sobre lo que le es extraño. La literatura nos ilustra con bellos ejemplos al respecto: de Baudelaire a Huxley, y está plenamente presente en los escritores de la generación beat (Kerouac, Bukowski, Burroughs, Corso, Ginsberg), así como en los ideólogos del bien que anuncian específicamente lo que los alucinógenos causarían a la humanidad en caso de que fuesen bien utilizados, como en los dichos de Watts y Leary.

Esta torsión en el pensamiento psicoanalítico protocolar permite, por lo menos, dos posibilidades de innovación. La primera es no aprisionar al dependiente y al psicoanalista en la repetición de la ilusión infantil y permitir que se defina que el uso de drogas, más que favorecer el reencuentro con la felicidad perdida, con el imaginativo orgasmo alimenticio –vivencias ampliamente favorables a la consistencia de la unidad – instaura, en la medida en que se hace intensamente presente en la existencia singular, un caos en la condición erógena del sujeto, restringiendo sus posibilidades de placer, restringiendo la multiplicidad de objetos a disposición de la pulsión al momento del encuentro con la droga. Este rasgo es, sin duda, lo que llama la atención en los verdaderos dependientes. Proporcionando, además, al sujeto una indicación de que no es fundamental que el Otro haga parte de las operaciones que dan sentido a la existencia (4). Tal afirmación no es distinta de desconocer el inconsciente. El discurso que la droga promueve, que con mucha frecuencia incluye frases como: “si tuviese un paquete de marihuana y un quilito de merca, a la orilla de un lago, no preciso de más nada”, es el mejor ejemplo clínico de este fenómeno.

La segunda tiene como referencia el consultorio analítico y es corolario de lo apuntado anteriormente: el momento en el cual el analista recibe el pedido de tratamiento de un sujeto volcado a las drogas. Dos cuestiones se imponen: una de ellas es la restricción de los tres tiempos lógicos (LACAN, 1988) a dos. El adicto, usualmente, llega a análisis anticipando el momento de concluir a consecuencia del instante en que vio su condición: soy toxicómano. Esta afirmación, aunque se apoya tanto en el discurso psiquiátrico contemporáneo como en el discurso de los grupos de ayuda mutua como los Narcóticos y Alcohólicos Anónimos, es sierva de la tendencia yoica a la unificación: soy toxicómano y nada más, parece querer decir. Y facilita para este sujeto radicalmente desaparecido la desconsideración de que hay una historia a ser contada, una elaboración a ser construida. No calcula, por lo tanto, que haya un tiempo para comprender. El tiempo para comprender es el índice del compromiso del sujeto con lo Simbólico, en la apuesta que hace en el Otro. Es perfectamente posible proponer que esta posición del adicto es un efecto de la relación de la droga con la carne. Este efecto lo desvincula de la cadena significante por donde el deseo apunta la satisfacción y el yo ve como imposible la intención unificadora. Como dice Santiago (SANTIAGO, 2001), “la práctica metódica de la droga no se confunde con lo que constituye el atributo de toda manifestación de las neurosis, a saber, el síntoma”. De ahí concluye que la dificultad de este sujeto “en comprometerse con la elaboración de lo simbólico, en el trabajo de los significantes provenientes del Otro, no se debe, simplemente, a las resistencias imaginarias” (SANTIAGO, 2001), sino que, como se ha indicado anteriormente, la resistencia imaginaria se sirve de la vivencia de que no hay función de la palabra si la satisfacción deja de buscar las marcas significantes en el semejante. Esto quiere decir que la materia prima del trabajo de descifrado del psicoanalista como los actos fallidos, como los agujeros en el lenguaje, como las vacilaciones en el acto pueden, en realidad, no contener ningún sentido y no guardar valor de metáfora. Obliga al analista, entonces, a desprenderse de sus protocolos teóricos y clínicos.

Si lo dicho anteriormente no implica abandonar la lectura del adicto dentro de las posibilidades descriptivas del discurso analítico, implica darse cuenta de que allí no hay una represión, el aislamiento de una representación o una inhibición. Hay, sí, un acontecimiento pulsional que no es favorable a la función descifradora del habla. Y la tentación del rumbo fácil o de la aplicación estereotipada del análisis cae por tierra.

El Psicoanálisis dirigido de esta manera, desnudado de protocolos teóricos y clínicos –pues el toxicómano propone una novedad al discurso analítico– tiene cómo abordar mejor al drogadicto. Notablemente, si no hay, como enseña el discurso de Lacan, propiamente un ”yo débil” para ser fortalecido, sí hay un sujeto que aún ocupa su posición en el nudo borromeo, pero doblemente alienado: la primera alienación al lenguaje se torna subalterna de la alienación en la imagen y en la vivencia gozosa del efecto de la droga.

Dirijo, actualmente, algunos análisis de toxicómanos. Digo, por fuera de la moda científica, pero cubierto de ética, que es posible la obtención de resultados alentadores. Apuntan estos a la abstinencia o a la ambiciosa meta de uso regulado de la droga. Son ocho análisis. De estos analizantes, uno –a pesar de politoxicofílico– no se presentó como adicto en el inicio del análisis y correspondía nítidamente al espíritu drogólatra. Fue con el transcurrir del análisis que se transformó el uso, la dependencia, en pregunta, y el resultado comenzó a aparecer. De los otros siete, tres alcanzaron la abstinencia. De estos, dos presentaron las recaídas más dramáticas. El otro analizante permanece abstemio. Los últimos cuatro están, por ahora, apartados con éxito de las drogas, a pesar de que –y, notablemente, en función de las actividades profesionales que desempeñan– eventualmente vuelvan al uso, pero sin desarrollar el patrón anterior al tratamiento.

Dicho esto, frente a estos datos recogidos “naturalísticamente”, no afirmo categóricamente “¡el Psicoanálisis funciona!”. Pero, con entusiasmo, digo que el Psicoanálisis puede, sí, dar una respuesta terapéutica y útil a los dependientes químicos que no se adecúen a la religiosidad y al corporativismo de los grupos de autoayuda, al protocolo disciplinador cognitivo-comportamental o al control farmacológico de sus impulsos. Esto sin considerar que el Psicoanálisis puede muy bien aplicarse a un sujeto que, por una razón u otra, se someta a cualquiera de estos otros proyectos terapéuticos y, así mismo, desee saber algo del Inconsciente y del sujeto de la enunciación.

De esta forma, es posible afirmar que el Psicoanálisis puede ser reconocido como una estrategia válida para el abordaje de los dependientes químicos.


Bibliografia:
Freud, S (1973) Interpretación de los sueños. Obras Completas, Tomo I. Biblioteca Nueva, Madrid.
Freud, S (1973) La dinámica de la transferencia. Obras Completas, Tomo II. Biblioteca Nueva, Madrid.
Freud, S (1973) Recuerdo, repetición y elaboración. Obras Completas, Tomo II. Biblioteca Nueva, Madrid.
Freud, S (1973) Observaciones sobre el ‘amor de transferencia’. Obras Completas, Tomo II. Biblioteca Nueva, Madrid.
Nogueira Filho, DM (1999) Toxicomanias. Escuta, São Paulo.
Lacan, J (1998) O tempo lógico e a asserção da certeza antecipada. En Escritos. Jorge Zahar Editor, Rio de Janeiro.
Santiago, J (2001) A droga do toxicômano. Uma parceria cínica na era da ciência. Jorge Zahar Editor, Rio de Janeiro.

Traducción del portugués: Pablo Sauce
Revisión: Maximiliano Zenarola

[1]  Psicoanalista, Psiquiatra, Adherente de la Sección São Paulo de la EBP.
Durval Mazzai

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