El juego de azar: Una adicción singular

El juego de azar: Una adicción singular

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Gambling: A singular addiction

Rodolphe Adam (Bordeaux, França)
Miembro de la École de la Cause Freudienne (ECF). Miembro de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP)

Resumen: El trabajo presenta la singularidad del juego de azar desde la perspectiva de su causalidad subjetiva. Se presenta un caso a los fines de ilustrar algunas tesis fundamentales sobre el juego de azar. Finalmente, se establece una distinción estructural entre adicción al juego y adicción a las substancias químicas.
Palabras clave: psicoanálisis, juego de azar, adicción
Abstract: This paper deals with the singular addiction which represents gambling from the point of view of its subjective causality. The author presents a clinical case to illustrate some basic thesis about gambling. Finally, a structural distinction between gambling and addiction to chemical substances is made.
Keywords: psychoanalysis, gambling, addiction

La adicción a los juegos de azar es un fenómeno clínico singular. Una pregunta simple y radical será nuestra brújula: si el jugador no juega fundamentalmente para ganar dinero ‒puesto que todo lo que gana irremediablemente lo vuelve a apostar‒, ¿a qué exactamente es adicto? Responder esta pregunta nos permitirá contribuir a una clínica diferencial de las adicciones que la noción de adictología impuesta por la salud mental tiende a desdibujar. En efecto, unir bajo el mismo término el juego de apuestas, el adolescente preso de los videojuegos, o incluso el heroinómano, es un atajo comportamental permanente que el rigor propio del clínico no podría tolerar. Nuestro objetivo es entonces contribuir a una elucidación precisa de la especificidad del jugador a partir de una clínica basada en su propia palabra. El concepto de posición subjetiva permite así demostrar que el jugador apunta a otra cosa que a la omnipotencia eufórica del alcohólico o a la pequeña muerte del heroinómano. Hacer clínica del modo en que el sujeto por sí mismo intenta pasar al decir aquello que lo atraviesa autoriza un saber más rico que la etiología introducida de desde hace algún tiempo de manera corriente en el campo del juego patológico, a saber, una disfunción en el sistema de gestión de las gratificaciones.

El juego de azar, práctica vieja como el mundo*, es, en efecto, rico para mostrar que una adicción puede ser sostenida, no por el efecto inducido por una substancia, sino por el goce propio de un sujeto hablante ‒donde está comprometida su relación con el dinero como objeto libidinal‒ y con el azar ‒donde se cristaliza su relación con el sentido‒. El estudio neurobiológico no carece por lo tanto de argumentos. Ciertas investigaciones (Breiter, 2001) han puesto al día, mediante técnicas de resonancia magnética, las respuestas neurológicas que acompañan la anticipación y la experiencia de la ganancia y la pérdida monetarias. Ahora bien, las áreas activadas son las mismas que las implicadas en el consumo de cocaína. Por lo tanto, el estudio argumenta a favor de una localización cerebral involucrada en la conducta adictiva. Sin embargo, esta conclusión no tiene nada de evidente, dado el problema que origina: ¿por qué, allí donde el cocainómano no puede más que gozar de la administración asegurada de cocaína, el jugador debe pasar por la incertidumbre sobre su goce para maximizarlo?

¿Una clínica inanalizable?

La problemática intrínseca a la posición subjetiva del jugador no puede ahorrarnos la siguiente constante; en diez años, de cincuenta sujetos que vinieron a consultarme en un centro para el tratamiento de las adicciones por problemas de dependencia a los juegos de azar, solamente uno volvió para hablar pasada la tercera entrevista. Este no compromiso con la prueba de la palabra y de la transferencia contrasta con las frecuentes demandas del sujeto alcohólico y el toxicómano. El rechazo de la alienación a la palabra autoriza una hipótesis: la adicción al juego presenta una dimensión inanalizable para el jugador mismo. La escasez en la literatura especializada de monografías aptas para enseñarnos sobre esta clínica puede hallar aquí una de sus razones**. Otras tres razones esclarecen esta falta de deseo de desciframiento.

En primer lugar, el jugador patológico no pone en peligro su cuerpo, como es fatalmente de rigor en el adicto a las sustancias. La afectación somática no alcanza para disparar, como es habitual, la función del despertar del sujeto al silencio de su pulsión de muerte. La urgencia que lo aprisiona no pasa por el cuerpo, sino por la ley del hecho del endeudamiento, y por la pareja que le plantea la queja y el ultimátum luego de descubrir esta práctica clandestina*** en el seno del matrimonio. Estos elementos efectúan un contrapeso en la balanza de las pérdidas posibles para el jugador.

En segundo lugar, casi todos estos jugadores han podido testimoniar, desde sus primeras apuestas, el encuentro con la buena fortuna del ganar. El valor de este acontecimiento inaugural se presenta a menudo como una eutuché, un azar bueno y desconcertante que ha logrado hacer consistir la irrupción de un primer goce que el sujeto intenta repetir indefinidamente. Esta lógica de la repetición de un goce perdido e iniciado por una contingencia afortunada no es sin activar la creencia en el estatuo de excepción del sujeto. Al respecto, Roger Caillois hacía del jugador «el hombre de la providencia» (Caillois, 1967). El azar tiene para el sujeto del inconciente, en efecto, el privilegio paradójico de permitirle leer allí su condición de ser el elegido del Otro.

En tercer lugar, el jugador siempre se sostiene de la posibilidad de anular todas las pérdidas anteriores en la siguiente apuesta. Es este el caso único de una adicción que, paradójicamente, podría resolverse mediante su consecución. «Me repongo y paro» es la fórmula inalterable. Interrogando la esencia del juego, Lacan evoca a una pequeña niña que juega a acercarse a su padre para saludarlo, simbolizando en tres palabras su aceleración progresiva hacia él: «¡va a pasar, va a pasar, va a pasar!» (Lacan, 1965). La anécdota que convoca al padre y su goce destaca la intimidad del jugador con la modalidad de lo posible, convertida fatalmente en necesaria. Esta conversión supuesta opera en cada jugador bajo la temporalidad especifica del «próximamente». Esta repetición prueba que el deseo no se extingue con la ganancia. Otra cosa alimenta esta disyunción que Lacan destacó desde el comienzo de su enseñanza, vinculada a un puro efecto simbólico: «Es con el simbolismo de este dado que gira que surge el deseo. No digo deseo humano, pues, a fin de cuentas, el hombre que juega con el dado es cautivo del deseo así puesto en juego. Él no conoce el origen de su deseo, girando con el símbolo escrito sobre las seis caras» (Lacan, 1955). Lo que él, especialmente, no quiere saber.

La suspensión de la vida y el cayado**** del destino

El caso inusual de alguien que concurrió semanalmente durante un año nos dejó cierta enseñanza al exponer las coordenadas de su síntoma durante un tiempo suficiente como para experimentar un poco de alivio en cuanto a la ferocidad de su pasión. Africano de origen, treinta años de edad, casado y padre de dos niños, con un empleo estable en el cual administra rigurosamente el dinero, el Sr. B se ve obligado por su esposa a pedir ayuda ya que juega desde hace mucho tiempo a la lotería. Está endeudado y espera, ansiosamente, un plan de pagos de su banco. No quiere que su esposa lo ayude, ni vender un pequeño apartamento comprado para el futuro estudio de los niños. Luego de desprenderse un poco del síntoma que lo trae a la consulta, confiesa que él «da incesantemente a los que sufren», sintiéndose obligado a ayudar a las personas de su comunidad, y a su familia en su país. «Es más fuerte que yo ayudar a la gente, a mi familia, dar a mis hijos todo lo que quieren, todo lo que yo no tenía. Pero no les puedo decir que eso no es posible. No puedo darles algo que no tengo». Esta última fórmula, que retoma felizmente por la negativa aquella que Lacan colocó en el principio del amor, muestra ya las dificultades del sujeto en el ámbito de la castración. Obsesionado con su lógica oblativa, a menudo repite la frase que escande su vida: «Estoy en busca de una solución. El juego es lo único que he encontrado para salvarme de todos mis problemas. Es la facilidad». Cuando llega el fin de semana ‒en el que «tiene que ser bueno con los niños»‒, en secreto juega al loto y recupera inmediatamente el afecto de un alivio alegre en la espera del sorteo del domingo por la noche. Tiempo durante el cual piensa: «Mañana por la noche quizás tengas todo resuelto, serás salvado». Se define como «drogado con la esperanza a corto plazo». Lo que no cesa de escribirse, según la ecuación de lo necesario planteada por Lacan ‒que es lo que se encuentra interrumpido en el tiempo de un fin de semana‒, tiene para él dos aspectos que va a desplegar: el padre y la muerte.

Vino a Francia hace doce años para proseguir sus estudios, en contra del consejo de su padre, un hombre rico, tiránico y erudito, muy poco presente en su infancia. Esta elección no fue fácil porque, afirma, «hay un dicho entre nosotros que dice que uno debe respeto y obediencia a su padre, sin importar lo que éste haga». La localización freudiana de la culpabilidad propia del neurótico, en relación con el padre, encuentra aquí una apoyo firme. El Sr. B llegó a Francia con una compañera no aceptada ‒de nuevo‒ por el padre. Él se destaca como estudioso, deportista brillante y con una autonomía financiera resuelta. Pero, abruptamente, su compañera enferma de un tumor cerebral. «Su muerte me cambió. Pensé: ¿por qué preocuparse? ¿Por qué luchar si uno no puede estar allí para aquellos que ama?». El juego, entonces, se impone en un primer momento como una «solución fácil» que viene a paliar el colapso de su «temperamento aguerrido». La merma de su soporte fálico continúa en la actualidad en su rechazo de responsabilidades profesionales. ¿Cómo satisfacer el deseo paterno del éxito de la carrera sin ausentarse de su familia, repitiendo la falta del padre, de la cual ha sufrido? Hacer o no hacer como el padre es la cuestión de este hombre.

Luego del abrupto fallecimiento de su compañera ‒que hará menguar su deseo‒, conoce poco después a su mujer actual, una mujer con una situación brillante. Se casa a pesar ‒nuevamente‒ de la amenaza paterna de ser repudiado. El padre llegará incluso a prohibir al Sr. B visitar su tumba el día de su muerte. «Pero yo no tenía capital, y en mi cultura es el hombre quien debe sostener a su familia. Como hizo mi padre. ¿Qué podrían pensar ella y la gente? ¿Que la desposé por su dinero? Así pues, viendo a mis amigos ganar en la lotería, me dije: ¿por qué no a mí? Pero eso era la facilidad». A pesar de lo que obtendrá a continuación ‒un trabajo, un salario, una casa, hijos‒, la práctica del juego no se detendrá más.

El Sr. B no juega hasta perderlo todo como Dostoievsky, en quien Freud señalaba la sustitución de la culpabilidad por el peso de una deuda y la condición de su creatividad. El Sr. B se sacrifica para taponar la falta en el Otro. Su oblatividad ‒que comenzará a asociar a aquello respecto de lo cual él mismo ha faltado‒ le evita el riesgo de su deseo, deseo neutralizado en el juego. Si el juego «encapucha el riesgo» (Lacan, 1965, clase del 19 de mayo), el sujeto puede vincular con ello su destino «a la idea de que allí se revela algo propio» (Lacan, 1955, p. 345). El Sr. B tiene, en efecto, una convicción: «Siempre tuve suerte». Ha podido incluso confirmarlo hace algunos años: cuando su mujer descubre la amplitud de sus deudas, él le jura que parará de jugar. Apuesta sus últimos billetes y gana trescientos mil euros, que confía prudentemente a su esposa.

Gracias a este comienzo de historización inédita, se siente menos aplastado por el superyó de aquél que no deja caer a los otros y menos angustiado ante la idea de que él se acerca un poco a sus niños. De un talante más ligero, interrumpe brutalmente nuestros encuentros luego de algunos meses a causa de este beneficio terapéutico. Algún tiempo más tarde quiere que nos volvamos a ver puesto que ha vuelto a jugar, acumulando nuevamente los préstamos. Hará falta intervenir en las sesiones para detener las ideas suicidas. El desencadenamiento de su recaída en el juego tiene para él una causa: la muerte reciente de su suegra. Conmocionado por el sufrimiento de su mujer, dice «haberse sentido completamente impotente» ‒sin poder nombrar en qué‒, y se ha imaginado que «ganar en el juego solucionaría los problemas». Querer ganar dinero en lugar de realizar un duelo muestra bien la singularidad del desplazamiento del objeto perdido donde se perfila una identificación. El Sr. B nos confía, en efecto, haber hecho una mala maniobra en el lugar del accidente automovilístico de su hermano mayor, a punto de encontrarse con él en la muerte. «Se diría que espero hasta el último momento, grave, para sortearlo. Siempre hice así».

La idea de ser afortunado le viene a sus dieciséis años, cuando, por primera vez, decide algo por sí mismo: realiza los trámites para obtener la nacionalidad francesa, de la cual su padre no se ocupó ‒siendo que el Sr. B nació en Francia durante los estudios de aquél‒, quien regresó poco después a su país. Ve un signo enviado por el destino en haber sido el único de sus amigos que consiguió la ciudadanía. Este signo es confirmado por su interpretación de una serie de éxitos futuros ‒becas, exámenes, concursos‒, donde la importancia de sus esfuerzos es denegada y atribuida a la cuenta del Otro de la suerte, o, como dice él ‒puesto que es creyente‒, de Dios mismo. La consistencia de este Otro se revela y subsume todos los méritos del sujeto. Mortificando su posición fálica, el Sr. B no debe nada a sí mismo, sino todo a «Dios, es decir, la buena suerte» (Lacan, 1971, p. 15). Esta convicción es chocante, y nosotros nos sorprendemos frente a él por el hecho de la marca recurrente y trágica de la muerte en su vida: su primer compañera ‒cuya fecha de nacimiento aún juega a la lotería‒, una tía, su hermano muerto en un accidente automovilístico dos años atrás. Ahora bien, a pesar de su tristeza, esta serie confirma una cosa: «¡Qué suerte que tengo! No tengo nada, estoy bien de salud, no tengo derecho a quejarme». Mañana y tarde agradece a Dios por todo lo que le ha dado y por cada día que pasa. Este Dios del don le permite sostener al padre.

Esta presencia repetida de la muerte en su existencia muestra el otro resorte del jugador en su relación con la vida. Una tesis de Lacan lo indica: «¿Qué eres, figura del dado que hago girar en tu encuentro con mi fortuna? Nada, sino esa presencia de la muerte que hace de la vida humana ese emplazamiento conseguido mañana a mañana en nombre de las significaciones de las que tu signo es el cayado» (Lacan, 1966, p. 39). El juego hace así signo de una actualización de la muerte, haciendo de la vida una suspensión cotidiana, y del cara o ceca un derecho a vivir. La significación de esta suspensión viene de un recuerdo inédito que surgió en el curso del trabajo. A los dieciocho años su padre se rehúsa a que él tenga su carnet de conductor, permitido sin embargo a su hermano, muerto más tarde en un accidente automovilístico. «Mi padre me dijo que unos adivinos habían predicho que yo moriría en un accidente de autos. Sin embargo, yo obtuve mi carnet sin dificultad. No tenía miedo. Cuando mi hermano se mató con el auto, yo me pregunté por qué. ¿Había tomado mi lugar?». Se atemoriza hoy en día ante los riesgos corridos, alcoholizado al volante en su juventud. «Podría haber matado a alguien». El Sr. B no alcanzará a percatarse del deseo de muerte de su padre, pero osar cuestionar el ideal de este padre imaginario le permitirá separarse más fácilmente de él. Asimismo, se atenuará su inhibición de decidir cuando haya advertido en qué medida este significante estaba ligado a este padre que «decidió siempre por mí». Encuentra entonces una solución a su endeudamiento al vender su departamento y se postula a un cargo más calificado. Esta puesta en juego de la castración, que borra las deudas, se acompañará de un cierto aflojamiento del deber oblativo, y de alejarlo de esta vida aplazada, suspendida del azar del juego que agujereaba el anhelo de muerte del padre y su aspecto profético. El Sr. B interrumpe aquí su trabajo con la palabra, sin precisar que ese deseo de muerte es también el suyo. Pero, a partir de aquí, apuesta menos por la «facilidad» de la suerte que por un nuevo deseo.

Conclusión

Este caso es rico en diversas enseñanzas. Demuestra, en primer lugar, que la adicción al juego es un fenómeno clínico que se origina en una causalidad subjetiva. La contingencia tiene su lugar en esta dependencia que empuja a un sujeto a gozar del azar. Lacan señaló la raíz dialéctica de este fenómeno: «Si hay algo que soporta toda actividad de juego, es ese algo que se produce en el encuentro del sujeto dividido con ese algo por lo cual el jugador se hace él mismo el deshecho de algo que se ha jugado en otra parte, en otra parte a puro riesgo, en esa otra parte de la cual ha caído del deseo de sus padres, y es allí, precisamente, el punto desde el cual se desvía yendo a buscar al opuesto» (Lacan, 1965, clase del 19 de mayo). Sólo el riesgo de otra apuesta, la de la palabra, permitirá que el dinero, como objeto a, objeto perdido, represente al sujeto mismo. El mayor interés del caso apunta a aquello que revela la existencia de un Otro del jugador, testimoniando así una singularidad propia de la cuestión de la adicción a los juegos de azar. En efecto, mientras que las adicciones a substancias develan un goce que cortocircuita la alienación al Otro simbólico, encarnado en el casamiento perfecto del bebedor con su botella ‒según Freud‒, la adicción a los juegos de azar convoca una figura del Otro cuyo pseudónimo es la suerte. El alcohólico y el toxicómano son adictos a un goce del Uno, solitario y fuera del lenguaje, y, por tal razón, uno puede llamarlos ateos. A la inversa, el jugador es un creyente, un religioso para quien lo aleatorio hace hablar al destino.

Traducción del francés: Darío Galante & Maximiliano Zenarola

NOTAS

* Ian Hacking nos enseña en L’émergence de la probabilité que el goce en la impredictibilidad del lanzamiento del talus o astrágalo ya existía en el antiguo Egipto, así como entre los sumerios.

** Por lo tanto, no es un azar el que Freud mismo tomara para su artículo princeps sobre Dostoievsky y el juego un caso extraído de la literatura.

*** La prevalencia de género de los jugadores es fuertemente masculina.

**** La houlette, el cayado, es el bastón que utiliza el pastor. Metafóricamente, indica la posición de poder que alguien tiene sobre otros, su capacidad de rección

 REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
BREITER, H.; AHARON, I.; KAHNEMAN, D.; Dale, A.; SHIZGAL, P. 2001. «Functional Imaging of Neural Responses to Expectancy and Experience of Monetary Gains and Losses», en Neuron, Vol. 30, Issue 2, 2001, pp. 619-639.
CAILLOIS, R. «Les jeux et les hommes», Paris, Gallimard, 1967.
FREUD, S. «Dostoïevski et le parricide», en Résultats, idées, problèmes, Paris, PUF, 1928,
HACKING, I. «L’émergence de la probabilité», Paris, Seuil, 2002.
LACAN J. «Le Séminaire II, Le Moi dans la théorie de Freud et dans la technique de la psychanalyse», Paris, Seuil, 1955.
LACAN, J. «Le Séminaire XII, Problèmes cruciaux de la psychanalyse», inédit, 1965.
LACAN, J. «Je parle aux murs», Paris, Seuil, 1971.
PAGES, G. «Hasard et duplicité», en Psychotropes, 3-4, Vol. 13, 2007, pp. 77-96.
Rodolphe Adam

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