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Drug, phallic rupture and ordinary psychosis
Jésus Santiago (Belo Horizonte, Brasil)
Psicoanalista. Analista de la Escuela ( A.E.) y Analista Miembro de la Escuela (AME) de la Escola Brasileira de Psicanálise (EBP) y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP)
Psychoanalyst. Analyst of the School ( AE), Analyst Member of the School (AME) of the Brazilian School of Psychoanalysis (EBP) and the World Association of Psychoanalysis (WAP)
Resumen: El texto propone tomar la psicosis ordinaria como una categoría epistémica que concierne a la manera actual de reconocer la presencia de la ruptura fálica en la práctica toxicómana de la droga.
Palavras chave: ruptura fálica, psicosis ordinaria, toxicomanía.
Abstract: The text proposes to take ordinary psychosis as an epistemic category which concerns the manner we recognize, nowadays, the presence of the phallic break in drug addicts’ practice.
Keywords: phallic break, ordinary psychosis, drug addiction
La toxicomanía, en la actualidad, se disemina, prolifera y se transforma en adicción. Al asumir el ropaje de la drogadicción, por consecuencia, se torna emblemática en lo que viene a ser el síntoma en nuestra época. El fenómeno toxicómano típico del siglo pasado, en el que se destacaba la dependencia de cierta sustancia, se masifica cada vez más, a medida que los objetos se multiplican. Si antes la dependencia se definía por la acción de una determinada sustancia, en las llamadas nuevas adicciones tal sustancia no se hace necesariamente presente. Objetos de consumo, amor, pornografía, videojuegos, comida rápida y otros son susceptibles de dar lugar a conductas adictivas diversas. Los significantes «adicto», «drogadicción» y «fisura» se imponen en el discurso corriente, indicando que no se trata más de la dependencia de una droga ilegal, sino de la fuerza de banalización de las adicciones. Se acredita así que todo objeto se puede tornar adictivo, en tanto solicita a la pulsión, que tiene el poder de inducir la repetición de un acto que va a modificar la relación del sujeto con los placeres del cuerpo.
Empuje a las adicciones
Esa espiral adictiva propia del mundo contemporáneo debe ser considerada una tendencia derivada de la promoción del goce por el mercado, que opera a expensas de ideales, de figuras paternas y de toda forma de autoridad del amo moderno. Desde los años 1970 Lacan enuncia que lo contemporáneo se caracteriza por el «ascenso al zenith social del objeto pequeño (a), inherente a la lógica capitalista, que genera una producción extensiva, por lo tanto insaciable, del plus de gozar» (LACAN, 2012, p. 540). El fenómeno de la drogadicción se revela así como consecuencia de una transformación fundamental de las sociedades actuales. O mejor: si el discurso del amo empuja al sujeto a reprimir el goce, renunciar a él o a inhibirlo –tesis de Freud en El malestar en la cultura–, la actualidad del discurso capitalista está asociada a él, la práctica analítica, al procurar responder al malestar vigente, llevan a lo que Miller nominó «una liberación de goce» (MILLER, 2005, p. 42). La ciencia, de la mano del capitalismo, siempre portadora de objetos recién creados y renovados, contribuye de manera decisiva a esa configuración actual de las nuevas adicciones.
Lacan califica de productos de la industria de plus de gozar «en toc», o sea, objetos sin valor, descartables, a pesar de que sean «hechos para causar el deseo, pues es la ciencia que los gobierna» (LACAN, 1992, p. 122). Se constata entonces que el mercado genera, a cada instante, objetos que, luego de ser adquiridos, ya deben ser sustituidos por otros más eficaces y atractivos. Por eso, se puede caracterizar ese modo de goce que se desprende de la relación de la ciencia con el capitalismo como «precaria, visto que él se sitúa a partir del plus de gozar» (LACAN, 2012, p. 545), que apenas se enuncia en torno de gadgets descartables. Diferentemente de un goce vulnerable a la incidencia de las leyes de la palabra, el plus de gozar particular de las adicciones es, antes que todo, efecto de la producción discursiva del capitalismo, efecto de una falta a gozar [manque-à-jouir] que forzosamente exige ser suprimida.
En última instancia, lo que caracteriza la comprensión del capitalismo como discurso es la Verwerfung –rechazo de la castración ante todos los campos de lo simbólico–. Para Lacan, de eso se desprende que toda orden discursiva emparentada con el capitalismo tienda a operar en las antípodas de esa dimensión precaria del goce: las cosas del amor y del deseo. (LACAN, 2012, p. 547) Es evidente que la falta de goce permeable a la palabra incide sobre «las cosas del amor» y, más aún, que esa falta no se inscribe como pérdida que moviliza el deseo, entendido en la fantasía. Exactamente en el punto de exigencia en suplir esa falta de goce, propio del cuerpo y permeable a la palabra, es donde interviene el objeto droga, lo que no acontece sin suscitar angustia. La toxicomanía es, por lo tanto, un síntoma de esa Verwerfung generalizada de la castración, contrapartida inherente al discurso capitalista que, sobre la forma de un imperativo –¡goza!–, favorece un cortocircuito mediante el cual en la economía libidinal emerge como referente de ese goce permeable a la palabra el amor y el deseo.
Desde el punto de vista de la precariedad propia de ciertos modos de goce, ese empuje a las adicciones, fruto de la contemporaneidad del discurso capitalista, acarrea consecuencias que van más allá del alarde que hace el sentido común en torno de los supuestos hedonistas y de la felicidad. Al contrario, la actualización de ese plus de gozar particular que culmina en exceso de adicciones no cesa de producir efectos que, a su vez, refuerzan una tendencia civilizadora a la pulsión de muerte.
En los rastros de esa tendencia se puede resaltar el carácter emblemático de la toxicomanía por el hecho de que se trata de un nuevo síntoma, que se teje en el horizonte autista y mortífero del goce. Es preciso reconocer que ese nuevo síntoma sólo puede ser tratado, clínicamente hablando, a la luz de la relectura de la enseñanza de Lacan efectuada por Miller, mediante una concepción innovadora del partenaire-síntoma (MILLER, 2008, p. 329).
Ese abordaje clínico se caracteriza como un suplemento esencial, necesario a la práctica analítica, y responde a la insuficiencia de lo que se instituye, desde los años 1950, como función del Otro y, consecuentemente, de la presencia o ausencia del significante del Nombre-del-Padre en las estructuras clínicas freudianas clásicas. Se sabe que tanto la histeria y la neurosis obsesiva como la psicosis son concebidas por la relación del sujeto con el Otro, tomado como lugar del significante y por el papel que en él desempeña el significante del Nombre-del-Padre. Con la teoría del «partenaire-síntoma» el Otro deja de ser sólo lugar del significante y pasa a representarse por el cuerpo, definiéndose así como medio de goce (LACAN, 1992, p. 123).
Desorden en el sentimiento íntimo de vida
En lo que concierne a tomar al saber como medio de goce, se debe considerar –observa Miller– que no hay goce del cuerpo sino por el significante y que, al mismo tiempo, hay goce del significante, porque la significancia está enraizada en el goce del cuerpo (MILLER, 2008, p. 398). Sin duda alguna, para poder tener acceso al funcionamiento de esos nuevos síntomas –toxicomanía, bulimia, anorexia y otros– se impone admitir una conexión estrecha entre el goce del cuerpo y el goce del significante. En otras palabras, es por la presencia decisiva del goce del cuerpo que se originan nuevos síntomas, sabiendo que no hay, para el parlêtre o ser hablante, un goce anterior al significante. Importa resaltar que, desde la óptica del psicoanálisis, el tratamiento del cuerpo en que se manifiesta la relación desregulada con la droga, se hace con un cuerpo que habla por medio del síntoma.
Ese destaque conferido al cuerpo no implica, sin embargo, que se trate el cuerpo que goza del toxicómano directamente por el cuerpo. En efecto, se considera la desregulación en la relación con la droga, depositaria del partenaire-Otro, aunque la función significante, en este último, esté preferentemente al servicio del goce. Por esa razón, en las nuevas formas del síntoma, el hecho de que el significante sea medio de goce, el cuerpo del que se trata será siempre el cuerpo hablante. Eso conlleva a la complejización y la conversión de perspectiva de lo que se constituye como el fundamento de la elaboración psicoanalítica de las estructuras clínicas de las neurosis y de las psicosis, cuya culminación es la emergencia, como se verá mas adelante, de las llamadas psicosis ordinarias. Vale decir que la inscripción del Otro en los nuevos síntomas no sigue el límite, la separación tajante entre la represión, propia del campo de las neurosis, y la forclusión, específica del campo de las psicosis. El enfoque que privilegia la presencia de la simbolización del Nombre-del-Padre en uno de los campos y su ausencia en el otro no es suficiente para dar cuenta del fenómeno de la toxicomanía. La hipótesis clínica que se propone es que tal simbolización puede ocurrir, a pesar de que sus efectos sean incapaces de actuar sobre el «desorden provocado en la juntura más íntima del sentimiento de vida de un sujeto» (LACAN, 2009, p. 519). ¿Qué será capaz de actuar sobre ese desorden en el sentimiento de vida de un sujeto? En el caso del toxicómano, ciertamente, la droga se revela como solución.
Se evoca esa falta en el sentimiento de vida, porque ella se evidencia en lo que se designó, anteriormente, horizonte mortífero y autístico del síntoma toxicómano, cuyo modo de goce muestra la exclusión del Otro. En el fondo, esa exclusión es apenas aparente, pues si el toxicómano goza sólo del partenaire-droga, eso no quiere decir que renuncie al acceso al Otro, aún bajo la forma de un atajo o de un rechazo. El uso metódico de la droga singulariza, de alguna manera, lo que ya se dijo a propósito del cuerpo hablante, en tanto es posible mostrar que el cuerpo del toxicómano se instituye para él como un Otro. Se trata de un nuevo síntoma, en la medida en que la toxicomanía se constituye ejemplo de un goce que esencialmente se produce en el cuerpo de Uno, sin que el cuerpo del Otro esté ausente. En cierto sentido, en el contexto clínico, el goce es siempre autoerótico, siempre autístico, pero al mismo tiempo es hétero ya que también incluye al Otro bajo la forma del partenaire-cuerpo.
Una asociación cínica con el goce
¿Cómo incautar esa inclusión atípica del Otro en la toxicomanía, concebida como expresión paradigmática del autismo del goce y sus desórdenes en el sentimiento de vida? Una primera aproximación clínica del problema acontece en lo que Miller denomina «goce cínico» (MILLER, 1989, p. 136), goce que se extrae de la postura ética del amo cínico al recusar los semblantes ofertados por el Otro. Y, por lo tanto, es el amo cínico antiguo que hace posible entrever tal demostración. Si el cínico no carga una imagen racional del mundo, una concepción providencialista de la naturaleza, eso se explica porque, a pesar de rechazar toda y cualquier forma de trascendencia del Otro, él es amo en ironizarlas. No considera que haya un misterio del mundo a ser alcanzado, ni que una divinidad haya creado el universo para el hombre. Si el amo cínico actúa así, él no lo hace porque está marcado por la falta de coraje o por el acceso de escepticismo que lo lleva a renunciar a la felicidad. Al contrario, contra todo y contra todos, él reconoce a la felicidad en un mundo en que los reveses infligidos por la Fortuna son moneda corriente, en que el hombre es, no sólo víctima de las pasiones inherentes a su condición, sino también sometido a las agresiones de un ambiente que lo aprisiona en los llamados valores de la civilización.
Es solamente por medio de un acceso, de una domesticación capaz de promover la apatía, la serenidad total que el cínico cree enfrentar la adversidad, sin experimentar el menor trastorno. La inspiración esencial que orienta esa tentativa de acortar el acceso a la apatía implica, por lo tanto, la renuncia a las fuentes de goce de la civilización, cuyo principio es la autonomía −es decir, el hecho de poder ser suficiente por sí mismo−, condición sine qua non de la felicidad, tal cual buscaba, en la antigüedad, ese modo particular de representación de la figura del amo.
Con el objetivo de precisar la tesis del corto-circuito infligido a los semblantes ofertados por el Otro, conviene retomar el valor que Diógenes de Laércio confiere al acto masturbatorio público y con que ambiciona evitar los males provenientes de la convivencia con un partenaire sexual. De cierta forma, se puede decir que el gesto desafiante del cínico interviene en el punto exacto en que posibilita el encuentro con el Otro sexo.
Es necesario, sin embargo, evitar la idea de que el goce masturbatorio está bajo la relación con el Otro. El cínico, vale la pena mencionar, vive como si el Otro no existiera. De hecho, el goce fálico es suficiente en sí mismo. Así, el ideal cínico de felicidad confirma el axioma lacaniano de que no hay felicidad, excepto con el falo. El cinismo es una manera de oponerse a los medios de goce ofrecidos por el aparato de la civilización, el énfasis dado al goce fálico, concebido como el único que puede liberar a la felicidad.
Admitiendo que el falo es un camino a la felicidad, es el propio anatema lanzado por el cínico al lazo social lo que explica, en compensación, el entredicho con que las leyes de la ciudad alcanzan su forma de disfrute directo e inmediato.
El atajo cínico de la masturbación testimonia los obstáculos que el sexo masculino encuentra para gozar del cuerpo de la mujer. La masturbación cínica se instaura por el hecho de que el hombre goza exactamente del goce del propio órgano. Por el goce fálico, Diógenes intenta responder al desacuerdo fundamental existente, para el hombre, entre su cuerpo y el goce. Su esperanza es ser capaz de alcanzar el Uno de la relación sexual por la vía fálica. Recuerde, por cierto, la máxima de Diógenes –«Busco un hombre», pronunciada por él llevando una linterna en la mano– que marca su ligazón con el goce fálico, ya que, al aferrarse a él, le impide la superación del obstáculo que el Otro sexo encarna.
En resumen, el cínico se aferra a la masturbación ya que no puede disfrutar del cuerpo de la mujer, pues su goce sexual está marcado por el ideal de constituir el Uno de la relación sexual.
Droga y ruptura fálica
En el mundo actual ¿hay diferentes formas de manifestación de ese atajo cínico para el enfrentamiento del malestar del deseo? Si los hay, lo más probable es que ya no tengan el valor ético que guía la vida hacia la virtud y la autarquía, sin oque representan el reflejo de las expresiones sintomáticas de una existencia que quiere ser desarmada del Otro. Las toxicomanías revelan, por lo tanto, un síntoma que se expresa por la compulsiva obtención de un goce monótono, repetitivo, sin demora, que regresa a una satisfacción casi siempre obtenida, de modo directo, en el circuito cerrado entre el consumidor y el producto.
Ese carácter artificial de la producción de una satisfacción de estilo monótono, obtenida en un circuito cerrado del cuerpo y de la droga, y sobre todo los semblantes rechazados del Otro, remite a la concepción de las toxicomanías como un tipo clínico que se traduce por la ruptura de la función fálica. Por lo tanto, es necesario establecer una distinción esencial entre el apego del cínico a la masturbación y el toxicómano a la satisfacción tóxica. Si coinciden en el modo de inclusión del Otro, si convergen en el rechazo de los semblantes de la civilización, si ambos difieren con respecto al goce fálico.
El cínico se conforma con el goce autoerótico, masturbatorio y con el valor fálico que se deduce de esa estrategia en obtener alguna sintonía entre el goce y el cuerpo. En esa búsqueda compulsiva de una satisfacción artificial y fabricada, el toxicómano da señales de que hay fallas en el dispositivo fálico que favorece el posible funcionamiento de un goce necesario para el ser hablante. Desde este punto de vista, él no es el cínico, ya que reacciona de modo distinto al matrimonio que el ser hablante es llevado a hacer con el falo. El toxicómano es justamente aquel que no consiente con el matrimonio con el goce fálico y, por lo tanto, no concibe una salida viable, porque su fijación reside en lo real que envuelve el órgano peniano. Para el cínico, al contrario, no importa si el goce fálico no le conviene a la relación sexual, pues, aún así, se muestra apegado a él. El toxicómano, a su vez, es un contestador del falo y del goce que se desprende de él, o aún, del goce de la necesidad. Llama la atención el modo como este se interpone a ese goce necesario que, siguiendo a Lacan, a pesar de ser un «goce que no conviene –non decet– a la relación sexual, no hay otro, si hubiese otro.» (LACAN, 2008, p. 55).
El alcance clínico de la visión lacaniana de las toxicomanías implica considerar a la droga como un objeto que busca suplir las fallas de la función fálica, teniendo en cuenta su papel de viabilizar un goce que mantenga alguna afinidad con la palabra.
De otro modo, la presencia insistente y compulsiva de la droga denota el impasse del sujeto en relación al goce que conviene, el goce pulsional que, sobre el efecto de la incidencia de la castración, encuentra sus objetos, que se constituyen en Ersatz, pues velan y al mismo tiempo desvelan la castración. Lo esencial de la definición de la droga, promovida por Lacan en 1975, es la tesis de que su práctica metódica expresa las dificultades que el toxicómano encuentra en ser fiel al matrimonio que todo ser hablante contrae un día con el partenaire-falo. Tal definición de la droga se enuncia literalmente así:
«[…] es porque hablé del matrimonio que hablo de eso, todo lo que permite escapar a ese matrimonio es evidentemente bienvenido, de ahí el suceso de la droga, por ejemplo, no hay ninguna otra definición de la droga sino esta: es lo que permite romper el matrimonio con el hace-pipí [Wiwimacher], o sea, con su pene».
En el fondo, lo que se desprende como específico del acto toxicómano es la ruptura fundamental con el goce vigente de esa asociación, necesaria para todo sujeto, pues es ella la que fomenta el plus-de-gozar que conviene. Se observa así que esa definición se estructura teniendo como base la consideración de que el matrimonio del ser hablante con el falo o del goce que de él resulta es rechazado en nombre de su fuerte ligazón con el goce de sentido que incide sobre el órgano peniano.
En la clínica, para examinar tal definición, se impone avalar la droga como un factor de separación del matrimonio del pene y no del falo. En otras palabras, el toxicómano es un sujeto que permanece casado con el goce de sentido que gira en torno al órgano, en razón de no haber contraído un lazo posible con el falo. Es preciso, pues, no confundir el falo con el órgano peniano, y, aún más, con cualquier representación imaginaria o idea de que es, naturalmente, un privilegio masculino. Como función, el falo es un operador, un significante de goce, destinado a designar, parcialmente, los efectos del goce sobre el cuerpo. Se trata de un significante asemántico, que no significa nada, y apenas como encarnación de la nada puede operar favorablemente en el momento de la iniciación sexual, oportunidad en que el sujeto se encuentra con el misterio del Otro sexo.
En comentario de El despertar de la primavera, Lacan propone que la iniciación sexual es más favorable a la vida, cuando, levantado el velo, se revela esa nada inherente al falo (LACAN, 2012, p. 588). Se concibe esa nada en contrapartida a lo que irrumpe en la adolescencia como índice de la viabilidad del goce fálico, que se articula con el saber, con la palabra. Si el toxicómano está marcado por la ruptura fálica que se representa en su dificultad de lidiar con el goce del cuerpo, esto se deriva del hecho de que, en función de su apego al goce del sentido en torno al hace-pipí [Wiwimacher], esa nada no tiene lugar. La ruptura fálica equivale, de este modo, al exceso de sentido que se produce en el momento del encuentro con el Otro sexo, un exceso perturbador de la iniciación sexual que obstaculiza, cuando el goce sexual debería presentarse como enigmático y sin sentido.
Cabe señalar, además, que la clínica de la ruptura fálica presente en los fenómenos actuales del uso toxicómano de la droga no se deduce directamente de la forclusión del Nombre-del-Padre, porque, de ser así, se podría estar frente a los fenómenos típicos de las psicosis como el delirio o la alucinación. Se puede decir que la ruptura fálica se origina en la propia lógica del funcionamiento del goce y que, por razones concernientes al impacto contingente del significante en el cuerpo, es velado al sujeto el goce que conviene a la inexistencia de la relación sexual. La tesis de la ruptura fálica como factor dominante en las toxicomanías ejemplifica una inversión en el orden de los factores característico de la actualidad clínica: o sea, no se piensa más en la falta de significación fálica solo como consecuencia de la falta del Nombre-del-Padre.
Al contrario, el Nombre-del-Padre se torna un predicado del modo en que el síntoma y la función fálica organizan y ordenan el goce para el sujeto. Siguiendo a Miller, deja de ser el nombre propio de un elemento particular llamado Nombre-del-Padre. Es lo que se presenta mediante la pregunta: ¿el sujeto tiene Nombre-del-Padre o está forcluido? Hoy, el Nombre-del-Padre, no es más un nombre, pero el hecho de ser nombrado, de atribuirle una función o, como afirma Lacan, de ser “nombrado para”. (MILLER, 2010, p. 22)
En resumen, el Nombre-del-Padre no es más un nombre propio y se torna, siguiendo la definición de la lógica simbólica, un predicado relativo a la ausencia de la significación fálica:
NP (X) ––> X=ruptura fálica
En mi opinión, esta formulación aproxima al nuevo síntoma, característico de las toxicomanías, al campo de las llamadas psicosis ordinarias, en el sentido de que la satisfacción obtenida con la droga, así como por medio de otras modalidades de un hacer con el cuerpo –caso, por ejemplo, de los tatuajes– puede funcionar como un «sustituto sustituido». (MILLER, 2008, p. 412)
Si el Nombre-del-Padre es un sustituto del deseo de la madre, porque impone su orden al goce de ésta, la droga puede revelar un «sustituto sustituido». En otras palabras, la droga puede ser un Nombre-del-Padre en la relación que el sujeto tiene con su cuerpo. Decir que estas técnicas del cuerpo –entre otras las drogas y los tatuajes– pueden ser «sustitutos» del Nombre-del-Padre es una manera de traducir lo que viene a ser ese significante tomado como predicado. Lo que muestra ser un método del cortocircuito en la sexualidad inherente a la satisfacción tóxica y mucho más, en los términos de Miller, un «hacer creer compensatorio» (MILLER, 2008, p. 411) [compensatory make-believe] del Nombre-del-Padre, en el sentido que se torna posible alguna solución para los desórdenes de goce en la vida de un toxicómano. Desde esta clínica del «hacer creer compensatorio» se aprecia la continuidad entre los territorios de la neurosis y la psicosis; se hace hincapié en lo que hace que sean contiguas, dos formas de responder a un mismo real, ya que, desde este punto de vista, no se trata de establecer límites, sino de constatar anudamientos, recortes, desconexiones, desanudamientos entre hilos que están en continuidad.
En este sentido, cuando hago referencia a las psicosis ordinarias, no pretendo reducir la querella diagnóstica que históricamente cayó sobre las toxicomanías. Como se sabe, tal enfoque clínico ya estuvo sobre los auspicios de estados melancólicos y maníacos o de una psicosis renombrada sobre la imprecisión del término «psicopatía» o de una perversión transformada en la época –una perversión moderna– o de una neurosis obsesiva actualizada por la relectura de la presencia en ella del masoquismo, y principalmente de los estados narcisísticos y limítrofes, o borderlines. Ya se intentó, inclusive, hacer de las toxicomanías una modalidad propia del discurso.
En fin, no se trata de considerarla una categoría clínica objetivable, que elimina el lado enigmático y oscuro que pesa sobre ese tipo de síntoma. Se trata de tomar a la psicosis ordinaria, como sugiere Miller, como una categoría más epistémica que diagnóstica y, por lo tanto, concierne a la manera actual de reconocer la presencia de la ruptura fálica en la práctica toxicomaníaca de la droga. Ella interesa al quehacer clínico cotidiano y alimenta la posibilidad de aprender del sujeto toxicómano en tratamiento. Se puede decir que la psicosis ordinaria es el único modo de verificar el hecho fundamental de la técnica del cuerpo con la droga, que se aprende a fijar en la medida del síntoma toxicómano; de poner a prueba del real las soluciones compensatorias que, en suma, se desprenden de la ruptura fálica, de confrontar el real que no cesa de no escribirse en cada caso, que, en el fondo, se confunde con la propia estructura de la práctica analítica, estructura que se pone a la luz en el fenómeno de la transferencia.