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Sérgio de Mattos (Belo Horizonte, Brasil)
Blue flame
Leemos en las primeras líneas de la autobiografía de Miles Davis[1], acontecimientos que no llamaron la atención de los productores de The birth of the cool. Desde el principio, aquello que Miles dice, presenta una lógica de su vida determinada por acontecimientos y significantes que dan cuenta de una formalización que impresiona por la claridad y el rigor. A partir de ésta, vemos instaurarse una escritura “salvaje del goce” en la raíz de la iteración y de su “destino”. Presentaré a lo largo de este texto aquellos párrafos iniciales.
La cosa más antigua que recuerdo de mi primera infancia es una llama, una llama azul saltando de una estufa de gas que alguien encendió. Recuerdo que me sorprendió el whoosh[2] de la llama azul al saltar de manera rápida y súbita. Este es el recuerdo más añejo que tengo; más atrás, es apenas niebla y misterio. Pero aquella llama de la estufa es tan clara como la música en mi mente. En aquel entonces, tenía tres años.[3]
Llama azul / whoosh. Aquí vemos la materia prima de la repetición, de la adicción como iteración, choque, significantes y materia sonora. Continúo:
Vi aquella llama y sentí su calor cerca de mi rostro. Sentí miedo, miedo real, por primera vez en mi vida. Pero lo recuerdo también como una suerte de aventura, algún tipo de alegría extraña. Creo que esa experiencia me llevó a algún lugar en mi cabeza, adonde nunca había ido. A alguna frontera, a algún borde quizás, de todo lo que es posible.
El sujeto se encuentra allí en un borde, ante algo que se experimenta y que sugiere un infinito ilimitado, todo lo que es posible. Se trata de un goce sentido como miedo real y alegría extraña, aventura. Se está ante un borde que presenta una doble faceta y que incluye una torsión: como una banda de Moebius, entre atracción y repulsión.
Impulso con exigencia de infinitud
El miedo que sentí era casi como una invitación, un desafío para ir hacia adelante y sumergirme en algo de lo que no sabía nada. De allí que considero que mi filosofía de vida personal y mi compromiso con todo aquello en lo que creo, comenzó. Siempre he creído y pensado desde entonces que mi movimiento tenía que ser hacia adelante, lejos del calor de aquella llama.
Miles Dewey Davis III es uno de los músicos más influyentes del siglo XX. Estuvo a la vanguardia de los desarrollos del jazz realizando reiterados cambios en cuanto a sí mismo y a su música, cambiando para siempre el escenario musical de la música contemporánea. El documental muestra su búsqueda incesante de lo nuevo, de un encuentro constante con lo inestable y el instante y un desinterés por el pasado. Erin Davis, su sobrino, recuerda que Miles nunca hablaba de los discos que había grabado, no tenía ninguno de ellos en su casa. Sólo se interesaba por lo que estaba trabajando en aquel momento. Miles se empeñó en llevar adelante un modo de vida en lo que la inestabilidad y el exceso eran esenciales para dar lugar a su creatividad, con un ímpetu a devenir otro, ekstasis.[4]
Sin embargo, su música puede reconocerse desde la primera nota de su trompeta: un sonido puro, elegante, lleno de bravura, cálido, tocando suavemente en las ondas del sonido, fresco, en una palabra. Su vida fue una aventura y un desafío comprometidos totalmente con el cambio para crear. Absorbía lo que estaba sucediendo “ahora”, buscando nuevas formas de abordar la música.
¿Cómo podemos leer esa exigencia de cambio continuo? ¿Qué lo impulsaba?
En la experiencia analítica tenemos la noción de algo que nos impulsa. Sobre ésta, el psicoanálisis produce ficciones que constituyen artificios para captar algo de esa experiencia.
En Baltimore, Lacan sugiere la presencia de un impulso que aunque enraizado en el lenguaje, en su deriva, hace explotar las defensas del principio del placer y pretende aproximarse al goce como lo que puede dar sentido a una vida.
Estaríamos tan tranquilos como las ostras si no fuera por esa curiosa organización que nos fuerza a hacer volar en pedazos la barrera del placer. O tal vez nos haga solamente soñar en hacerla volar en pedazos… pero… aquello que es elaborado por la construcción subjetiva a partir del significante y de su relación con el Otro, y que está enraizado en el lenguaje, no existe sino para permitir al deseo bajo todas las formas, de aproximarse, de probar ese tipo de goce interdicto que es el único sentido válido ofrecido a nuestra vida.[5]
Si en el pasaje de 1966 ese impulso se liga al deseo, en la última enseñanza, éste es aislado como no simbolizable, infinito, heterogéneo a la máquina sí-no del significante y pasa a ser entendido como el régimen primario del goce como tal. Miller da como ejemplo un sueño que le había sido contado: “un géiser torbellino, efervescente y propio de una vida inagotable, que le apareció como lo que ella siempre había buscado, a lo que ella siempre había buscado igualarse”[6].
En el Seminario 20, Lacan conecta ese goce al significante Uno solo, dándonos así el camino por donde las adicciones se infinitizan. “Y eso es lo extraño, lo fascinante, cabe decirlo: esta exigencia de lo Uno, como ya podía hacérnoslo prever extrañamente el Parménides, sale del Otro. Allí donde está el ser, es exigencia de infinitud.”[7]
La existencia de esa meta interna que siempre se satisface, que no cesa de escribirse, como una necesidad – no del organismo biológico – sino como fruto del encuentro traumático del significante con el cuerpo, está en el principio de la iteración.
Otro ejemplo, de la relación entre significante, impulso y adicción, es lo que ocurre en el “vicio” del juego: “estamos totalmente presentes y ausentes, como si el uno se aproximara al cero, donde toda la vida está en juego en aquel instante”[8]. Allí se verifica como muestra Dostoieviski en el libro El Jugador, un goce que se obtiene al escapar de la prisión del significante. Allí se revela que si en un primer tiempo el jugador es movido por el amor romántico, por el honor, por el amor propio, o sea, por una lógica fálica, nada de eso seguirá estando en juego.
Recuerdo de manera nítida que de repente, sin ser de ninguna manera acosado por el amor propio, fui poseído por una sed de riesgo. Quizás después de haber pasado por tan gran número de sensaciones, el alma no pueda saciarse sino solo irritarse y exigir sensaciones nuevas, más y más violentas, hasta el agotamiento total… ¡realmente se experimenta una sensación especial cuando, solo, en un país extranjero, lejos de la patria, de los amigos, no sabiendo lo que se va a comer ese mismo día, se arriesga el último florón, el último, el último![9]
Junkie profesional
Para Miles, convergiendo con su modo iterativo de crear y recrear; su entrada en la toxicomanía proviene de otra experiencia traumática. Como nos explica, el uso de las drogas se inicia con su retorno a los Estados Unidos tras una transformadora estancia en París.
Nunca me había sentido así. Era la libertad de estar en Francia y ser tratado como un ser humano, como alguien importante, y la música que tocaba sonaba mejor allí. Incluso los olores eran diferentes. Todo parecía haber cambiado para mí cuando estuve en París. Me encontré con Juliette Griego y ella me enseñó lo que era amar algo más allá de la música… estaba enamorado… Juliette me pedía que me quedara. Incluso Sartre decía. “¿Por qué Juliette y Usted no se casan?” Pero no lo hice.[10] Cuando regresé a mi país en el avión, estaba tan deprimido que no pude decir nada a mi vuelta. No sabía que eso iba a abatirme de esa manera. Estaba tan deprimido cuando volví, y lo supe después, que fue por eso que me metí en la heroína durante años. Lo que me metió en las drogas fue la depresión que sentí cuando volví a América. Y la nostalgia con respecto a Juliette.
Al devenir, según sus palabras, un “junkie profesional”, Miles parece buscar tratar el trauma actual del retorno a los Estados Unidos que se amalgama con el acontecimiento de cuerpo del pasado. La droga y el trauma son como un matrimonio consumado. Hay una correspondencia estructural entre ellos. Ambos sumergen al sujeto en algo extraño, en un exceso de goce sin nombre, y junto a eso, se presenta un sentimiento de que todo cambió después de que “aquello aconteció”. A partir de eso, la persona no se siente más la misma.
Al regresar a su país y al reencontrarse con su antigua vida, Miles vive un episodio melancólico y parece reducido a su cuerpo como algo héteros.
Miedo al cuerpo
El cuerpo almado, digamos así, parece siempre vulnerable a los impactos de lo real y de ese funcionamiento exigido: ¡goza! Pero de eso también es preciso defenderse.
¿De qué tenemos miedo? Lacan afirma que tenemos miedo de ser reducidos a nuestro cuerpo cuando el sujeto es afectado por la transformación directa de la libido, allí donde el significante falla en su inscripción. Miedo, en el momento en que el cuerpo es afectado, por un real del goce, perturbando su organización, en el momento en el que se manifiesta totalmente héteros al medio ambiente que lo rodea.[11]
Propongo aquí la hipótesis de que, junto al uso de las sustancias, su movimiento iterativo de mutación, constituyeron los modos de Miles de tratar ese “cuerpo extranjero”, por medio de un engendramiento múltiple de una serie de otros cuerpos. Miles es un consumidor de lo nuevo, como modo de alejarse de la llama que le provoca “un miedo real”, al mismo tiempo que ciertamente ella es la raíz de su aventura. Hay en ese movimiento una dinámica de supresión y recreación, de inmersión en el goce y defensa. Y a cada paso de ese movimiento, tiene lugar un re-start, uno a uno.
Cuerpo extranjero, engendrar cuerpos uno a uno
Buscando entender ese movimiento de lanzarse hacia lo inestable, en los instantes, en el exceso, en el riesgo, me serviré de la idea de la producción de un “cuerpo extranjero” para abordar ese espacio donde el goce fuera de sentido afecta a un cuerpo que requiere recomponerse al margen de las soluciones ofrecidas por el Nombre-del-Padre.
Lacan sugiere que en Joyce la imagen no tiene un lastre, haciéndose necesario el proceso de engendramiento de un cuerpo extranjero, que no es una estructura. Podemos pensarlo como el producto de procedimientos insólitos para tomar cuerpo, o para componer superficies corporales como acontecimientos. Lacan nota que “relacionarse con el propio cuerpo como algo ajeno es ciertamente una posibilidad”[12]. En el caso de Joyce, esto aparece en Stephen Dedalus cuando “pierde su cuerpo”, pero también en la escritura que constituye el ego de Joyce, y aún en la relación de Joyce con su mujer Nora (el guante que le envuelve el cuerpo). Es crucial destacar sin embargo, que se trata de una “escritura sonora y musical”. Finnegans Wake puede ser considerado una sinfonía de palabras, una sinthomia. En un esquema simplificado, el procedimiento joyceano hace que el lenguaje vire hacia el sin sentido de la música, mientras que la música renderiza cacofonías y se disuelve en carcajadas audibles en el goce solitario de Joyce mientras escribía.
En Miles se trata de las creaciones, recreaciones musicales, sus transformaciones personales, improvisaciones, sus ropas, sus coches y mujeres. ¿No nos enseña Miles otra dinámica que se pone en juego en las adicciones y que consiste en engendrar ese cuerpo extranjero, haciendo una experiencia única de sí mismo que repetitivamente lo sobrepasa? Frente a lo que lo atraviesa, contra el cual choca – que Miles mismo provoca – él responde con una nueva creación en la cual está enteramente involucrado y de la cual goza. Es interesante notar en ambos el valor del sonoro como aquel que fija un goce, como una aguja que graba la palabra en el cuerpo que es tocado.
… no quiero tocar como nadie más que yo mismo, quiero ser yo mismo cualquier cosa que eso sea, tengo tantos sentimientos en algunas frases que soy uno con ellas, ¡aquella frase soy yo!
Miles es el tejido sonoro con el que hace otro cuerpo con el que vibra de vida. ¡Por donde Miles se hace bello! Lom Lom, l’air, Miles ahead.
¿So What!?
Busqué enfatizar en cuanto a la biografía de Miles Davis, que en ella hay fuertes indicios de algo intrínseco a la sonoridad. Esto es lo que fija un punto de goce a través del que se pueden engendrar cuerpos “extranjeros”, sobre los cuales necesitamos elaborar más a partir de la indicación de Lacan. Sin embargo, parece cierto que esas fijaciones operan como una firma vibratoria que, al ser tocada, se reitera. Podemos entonces preguntarnos: en un análisis, ¿no sería importante tocar esa nota? ¿Sería posible oírla? ¿Anotarla, provocarla, leerla en ciertos afectos? ¿En qué la escucha musical, su teoría, las composiciones disonantes, con patrones discretos, ritmos complejos, singulares notaciones, podrían contribuir con nuestra práctica hoy y mañana?
En vísperas de un tiempo en el que los avatares virtuales habitarán el Metaverso, podemos esperar en nuestros consultorios, fuertes adicciones y perturbaciones subjetivas ligadas a la fantasía de que con estos cuerpos hechos de bits finalmente haremos existir la relación sexual.
Pensar hoy la adicción y las toxicomanías – el sujeto del goce de manera general – ligadas al cuerpo y al Uno, ¿no nos llevaría a la necesidad de reflexionar más sobre ese engendramiento de cuerpos, su relación a lo sonoro, esa creación de Joysigns, como soluciones singulares al margen del Nombre-de-padre?